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domingo,
01 de
octubre de
2006 |
Reflexiones
Hace falta un Yom Kipur
Por Carlos Duclós
Cuando el sol se caiga hoy, cuando todas las criaturas que aún veneran la luz de la creación se sumen en el recogimiento del crepúsculo, comenzará la celebración más importante del pueblo judío: Yom Kipur, Día del Perdón. Es el día en que Dios cierra el juicio que comenzó en el nuevo año judío, en Rosh Hashaná. Es el día en que la divinidad pone el sello. Es el día en el que el ser humano aún está a tiempo de pedir perdón por las faltas cometidas, de arrepentirse por los daños causados, por la paz negada al prójimo y por las ofensas hechas a la creación y al Creador. Aquellos que desean retornar al camino, no sólo deben pedir perdón a Dios, sino a las personas a las que, durante el año transcurrido, se las ofendió o se les causó algún mal. Porque Dios perdona las ofensas contra El, pero no perdona las ofensas que una persona comete contra su prójimo si previamente ésta no recibió el pedido de perdón y perdonó. Recién allí Dios asiente, sella el pacto entre los dos seres. Pacto de reconciliación, pacto impregnado del amor. Yom Kipur es también, por tanto y en consecuencia, el día de la reconciliación, el día del encuentro entre aquellos que estaban alejados. Yom Kipur, también por extensión, es el símbolo del amor, porque perdonar es amar. Y Yom Kipur es, además, el inicio del crecimiento, del avance hacia propósitos elevados. Para terminar con esta introducción, debe decirse que el pueblo judío considera a esta celebración propia, pero no excluyente. Por el contrario, se aspira a que el espíritu de Yom Kipur se extienda a toda la humanidad.
Dicho esto, a manera de prólogo, debe decirse que a la humanidad toda, y a esta sociedad argentina en particular, le hace falta cuanto antes un Yom Kipur, un día en el que todos aquellos que tienen responsabilidades determinantes en la tarea de dirigir los destinos de otros seres humanos (el pueblo que aspira a que sus líderes lo conduzcan a la paz interior mediante la justicia social) se encuentren y se reconcilien.
Ciertamente, la historia argentina parece estar signada por los desencuentros y hubo momentos de la vida nacional en que los desencuentros fueron de tal magnitud, que hasta se permitió el paso a los actos más ultrajantes de la paz. Los desencuentros en este suelo, bien podría decirse, nacieron con la Patria. Si hasta aquellos que con su abnegación, valor y sublimidad espiritual, como Manuel Belgrano, entregaron su vida por el engrandecimiento de este suelo, fueron en el mismo momento de su partida olvidados, segregados y hasta vituperados por sus adversarios, obnubilados, enceguecidos por intereses políticos y económicos.
La feroz disputa entre federales y unitarios, las sucesivas batallas que dieron origen a la guerra civil argentina, el odio que siguió latente aun cuando se acallaron los cañones y se envainaron las espadas, las revoluciones y contrarrevoluciones, los golpes de Estado, la acción insensata de la guerrilla autóctona (que no comprendió que por los votos también se llega al poder y que la verdad no puede ser secuestrada eternamente) y la reacción disparatada de la dictadura, son ejemplos paradigmáticos de desencuentro argentino. Desencuentro que costó sangre y lágrimas, heridas que aún no se cierran y que, por supuesto, impiden la paz en cada uno de los corazones, en cada uno de los espíritus argentinos. Impiden la armonía de las emociones, el adecuado y sustentable equilibrio psíquico. En suma, este desencuentro nacional, este pecado en el que incurren muchos líderes, casi todos, estalla en el "yo" de cada ser humano y retumba en el "nosotros" social.
¿20 años no son nada?
A más de 20 años de la recuperación de la democracia, los desencuentros siguen, las disputas políticas están sobre los proyectos que tiendan al bien común, las mentiras muy bien acicaladas, casi semejantes a la verdad, abundan. A más de 20 años de democracia el resentimiento, la sospecha, la urdiembre oscura campea por los más altos escenarios de la Patria y el estandarte de este fallo, de este pecado, no lo lleva un signo político, sino todos. La cultura política argentina aún sigue impregnada del diabólico lema: "Si la idea es del adversario, es mala".
En medio de una crisis sin precedentes -en donde el hambre es una realidad y la mortalidad infantil por desnutrición una fatalidad y una penosa paradoja en un suelo tan rico como éste- los líderes de uno y otro signo se comportan como si la felicidad social fuera tal, que por ello se pueden permitir el desenfado de andar corriendo desaforadamente contra un botín de guerra: el poder. Poder que, en más de una oportunidad, cuando se alcanza no se sabe para qué o, si se sabe, por lo menos se desconoce que es para la consecución del bien común. A más de 20 años de democracia, no ha habido en este país un gran acuerdo nacional, un destierro del reproche, del resentimiento, del recelo y hasta del odio que parece impregnar algunos corazones.
A más de 20 años de democracia, aún no se ha comprendido que no por el hecho de que otro disienta con un pensamiento o una acción, ello lo convierte en un enemigo que debe ser eliminado. A más de 20 años de democracia, derecha, centro e izquierda persisten en un antagonismo peligroso en donde el triunfo no supone el acuerdo con el otro, sino la exclusión del otro. A tanto llega este paroxismo, que las divisiones se producen, incluso, en el seno de cada movimiento ideológico, en el interior de cada partido.
No hay que engañarse, esta aberración no es sólo de naturaleza política, diversos segmentos de la sociedad, distintos ambientes han sido rociados con este mal. Las internas, concebidas éstas como una disputa agresiva y brutal, están presentes en todas partes. ¿Acaso no es también la familia enajenada por este suceso aberrante?
La libertad
El concepto de libertad ha sido modificado. Y así, se asiste al cambio del ejemplar principio que ahora ha sido reemplazado por: "Mi libertad termina donde comienza tu libertad, siempre y cuando, claro, ésta coincida con la mía". Este precepto alarmante impuesto en distintos ámbitos, no hace más que exterminar la dignidad del hombre y, por lo tanto, comprometer seriamente el destino social. Pero a tanto llega la ceguera de algunos, que no advierten que la dignidad de ellos mismos no puede ni podrá sobrevivir en una sociedad desfallecida. Por eso, en este país, y en la humanidad, hace falta un Yom Kipur, hace falta la reflexión, el arrepentimiento por tanta insensatez y un reencuentro en el perdón. Perdonar, desde el punto de vista de lo social y cuando se ha violado el orden jurídico, no es sinónimo de impunidad. Perdonar no es conmutación de penas. Perdonar, en cuanto se es Estado o se representa al mismo, es hacer estricta justicia, sin sentimientos que la exacerben. Sólo Dios y las personas, en el marco de sus actos privados que no comprometan a otros ajenos a la disputa, tienen la facultad de perdonar y conmutar la pena.
Calderón de la Barca decía que "vencer y perdonar es vencer dos veces". Pero esto no siempre se comprende y mucho menos se aplica. Cuando no se viola el orden jurídico, es decir cuando los dirigentes no pasan de la disputa que tuvo como gran protagonista el cambio de descalificaciones, cuando varios sectores sociales estuvieron caracterizados por el alejamiento y sólo los mantenía en contacto la diatriba, entonces perdonar es reconciliación. El diagnóstico, según parece, determina que aquí hace falta un Yom Kipur.
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