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 domingo, 01 de octubre de 2006  
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Desaparición que pone en escena lo peor del pasado

Todo es todavía denso, casi impenetrable misterio. Sin embargo, en la medida que las horas y los días transcurren sin novedades, la incertidumbre inicial va dejando paso a la angustia. La desaparición del hombre cuyo testimonio fue decisivo para enviar tras las rejas de por vida al represor Miguel Etchecolatz, ex subjefe de la policía bonaerense durante la última dictadura militar, constituye sin dudas un hecho dramático para el país y sobre el cual pueden tejerse las más diversas hipótesis, aunque sea una sola la que va adquiriendo cada vez mayor consistencia: la de que Jorge Julio López ha sido víctima de un grupo vinculado con el accionar represivo ilegal perpetrado durante el Proceso. Si esto fuera real, como cada vez más indicios permiten suponerlo, entonces existe otra víctima: las instituciones de la República y el sistema democrático.

El presidente Néstor Kirchner volvió a instalarse, fiel a su vocación y estilo políticos, en el ojo de la tormenta para pronunciar una frase que resume con el mayor nivel posible de precisión lo que está sucediendo en la Argentina. "Independientemente de cómo termine este hecho, el pasado no ha sido derrotado ni vencido", aseveró el jefe del Estado, poniendo de relieve una realidad a la cual muchos no pueden y otros no quieren mirar a la cara.

Es que muchas veces se olvida un hecho crucial: tras la más letal de las dictaduras que hayan asolado a una nación hispanoamericana en este siglo, tal cual fue la que se instauró en la Nación entre 1976 y 1983, no se han producido arrepentimientos. Salvo escasas y valorables excepciones, sus responsables ideológicos y materiales -a pesar del contundente repudio que han merecido por parte de la inmensa mayoría de los ciudadanos- persisten en defender el horror y las atrocidades de la época, cometidos en perversa conjunción con la destrucción sistemática del aparato productivo.

Bien conocidas resultan las enormes presiones que, tras el ejemplar juicio a las juntas militares llevado adelante durante el gobierno de Raúl Alfonsín, se ejercieron para evitar que la Justicia emitiera su veredicto en torno de las violaciones a los derechos humanos. Las recordadas leyes de punto final y obediencia debida fueron el triste fruto, certeramente contemplado como concesión, de tales amenazas contra la aún naciente democracia. Ahora, cuando tras casi veintitrés años la República se muestra más fuerte que nunca, ya no son estrategias corporativas las que asoman la cabeza sino tan sólo, acaso, desesperados manotazos de ahogado.

No de otra manera podría analizarse lo sucedido con López, si es que finalmente se confirmara la peor de las sospechas. Y pese a que la prudencia debe ser la pauta que rija todas las conductas y guíe cada una de las opiniones que se emitan en torno de tan delicado asunto, los matices oscuros que reviste el caso cada vez admiten menos relativizaciones. Sobre todo si se piensa en sucesos paralelos como la ola de amenazas vertidas contra magistrados que se ocupan de causas vinculadas con el ríspido tema derechos humanos. La palabra casualidad no parece ser justamente la más indicada, entonces, para describir lo que está ocurriendo.

Tal cual ya ha sido señalado de manera atinada, quienes podrían haber entrado en acción son aquellos que durante los años de plomo no pertenecían a los escalafones más altos de la cadena de mandos, sino que eran los encargados directos de secuestrar, torturar y matar. La impunidad que los amparó hasta hoy parece haberse diluido definitivamente a partir de la firme voluntad política del gobierno nacional de enfrentar la verdad hasta las últimas consecuencias y llegar, según el dicho popular, con el cuchillo hasta el hueso.

Pero quienes están del otro lado no se caracterizan por participar de las reglas del juego democrático. Si ellos fueran los que están detrás de la desaparición de López y las amenazas contra los jueces, lo que puede esperarse no son argumentos, sino violencia, intimidación y cobardía. Nunca dieron la cara, y sólo la darán si se los obliga.

El país, que incluye a gobernantes y gobernados, debe estar alerta ante la amenaza que implica el accionar de estos grupos aislados, que si bien son minoritarios carecen de todo escrúpulo y en consecuencia representan un peligro concreto. El Estado no puede pecar de ingenuo y debe comenzar a brindar protección a los testigos en causas contra represores. Y la ciudadanía debe poner en práctica la frase "nunca más", que tan adecuadamente resume el balance final de lo sucedido durante la dictadura. Un pueblo lúcido y movilizado detrás de una dirigencia que esta vez no haga concesiones es la única receta efectiva para enfrentar a quienes intentan propagar el miedo.


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