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 domingo, 10 de septiembre de 2006  
La Capital en Rusia
Cómo es la vida en la nueva Rusia
Hablan jóvenes que no conocieron el regimen soviético y también quienes vivieron en las dos etapas. Una nación que cambió tres sistemas políticos en los últimos cien años. Zares, comunistas y liberales se turnaron en el poder.

Jorge Levit - La Capital / enviado especial

Moscú y San Petersburgo.— “Yo nunca voy a poder entender por qué se prohibía a la gente salir del país a estudiar o de vacaciones. Para mi generación es algo increíble”. Olga tiene 20 años y nació en San Petersburgo durante el último período del régimen comunista. Creció en medio de las turbulencias políticas que le sucedieron y estudió en la Academia de Lenguas para hablar un inglés y español casi perfectos. Es parte de una generación que no conoció el socialismo soviético y que se desarrolló durante la apertura política y económica de Yeltsin y Putin.

  Sin embargo, Olga escucha siempre a sus mayores y confiesa: “Mi madre y mi abuela piensan que antes estaban mejor. Tenían un sueldo y una pensión fijas del Estado que les aseguraba una vida modesta pero digna. Ahora eso ya no existe. Por ejemplo, con los apenas 5.000 rublos (unos 200 dólares) que recibe mi abuela como jubilación no puede vivir sin la ayuda de nosotras”.

  Pero para Olga, que viaja a España cada vez que puede para mejorar su español, la imposibilidad que imponía el régimen para salir al exterior era inadmisible. “La libertad es más importante que lo económico”, enfatiza.

  Olga gana 15 dólares la hora por su trabajo como guía y traductora, un salario que no está nada mal para una joven estudiante. “Antes se viajaba por las distintas repúblicas, donde se pueden pasar muy buenas vacaciones, pero para mí no es suficiente. Los comunistas decían que sólo el sistema ruso era bueno y los capitalistas eran los enemigos del pueblo y por eso no había que ir a verlos. Pero yo quiero ir adonde tenga ganas”, desafía.



PEQUEÑOS EMPRESARIOS

  Alexis es un muchacho de unos 30 años que se dedica al comercio. Tiene un puesto de venta de libros y guías de palacios en un hotel de cinco estrellas de San Petersburgo, a unas 10 cuadras de la avenida Nevsky, la principal de la ciudad.

   Su mujer también se dedica a lo mismo pero en otro hotel de categoría inferior. Ella vende souvenirs, las tradicionales matrioskas rusas y todo lo que los turistas compran a montones. Tiene una sola hija de once años (muy común en Rusia tener hijos únicos) y entre los dos bocas de venta le alcanza para vivir. Maneja un Chevrolet Astra del año 2000 que le costó unos 9.000 dólares y se lo ve relativamente feliz. Se queja porque en los hoteles se trabaja los siete días de la semana y como buen ruso tiene siempre una historia para contar.

  “Yo soy lo que los ingleses llamarían un businessman (para los argentinos un pequeño comerciante) y me gusta. Nadie me dice qué tengo que hacer, pero la historia de mis padres y abuelos fue distinta, con mucho sufrimiento por las guerras”, explica.

  El hombre, como buen comerciante, invita a conocer el otro local donde atiende su esposa y usa su vehículo para el traslado. Después de viajar unos quince minutos por distintos barrios señala una esquina y una casa, y trata de explicar su tragedia familiar. “Allí murieron mi abuela y otros parientes varios años después de terminada la Segunda Guerra Mundial. Removiendo el suelo apareció y explotó una bomba tirada por la Lutftwaffe (la aviación alemana) que no había detonado”, detalla.

  La esposa de Alexis no tiene el tipo físico tradicional de la mujer rusa. Sin certeza absoluta, se podría adivinar que proviene de algunas de las ex repúblicas soviéticas como Kazajstán, Uzbekistán o Turkmenistán, en la zona del mar Caspio. Miles de inmigrantes de esas regiones asiáticas no tan desarrolladas como la Rusia europea llegan en busca de mejores condiciones de vida. Algunos trabajan en la construcción, servicios o manejan taxis. Su procedencia étnica es inconfundible y los que entienden ruso dicen que su acento también.

  Uno de ellos, cuyo nombre fue imposible retener y menos reproducir, maneja una destartalada versión rusa del Fiat 125 y tiene trato habitual con los turistas, a quienes siempre intenta engañar y cobrar tres veces más por un viaje. No habla más que ruso, “talko rusky” (solamente ruso), dice a los gritos para confundir a los pasajeros a quienes únicamente señala con los dedos de la mano la cantidad de cientos de rublos que pretende cobrar. Cada dedo significa cien rublos y él espera el regateo, una costumbre molesta pero usual en este país donde en los servicios más informales los precios nunca son los mismos.

  El chofer del taxi es dueño del auto y trabaja sólo para él. Durante el comunismo los taxis eran de una empresa estatal y los precios regulados. Ahora ya nada de eso existe y los autos del Estado fueron adquiridos por particulares pero el mantenimiento de los vehículos es muy malo. Por eso, la gente detiene por las calles a autos particulares y pide ser llevada. Arregla un precio con el conductor y se hace el viaje. No hay tarifa sino pacto individual para cada caso.



AMOR POR LA CULTURA

  Lo que sí es bastante parejo es el nivel cultural de la gente, que tiene mucho que ver con la tradición rusa, desde la época de los zares, por el amor al arte, la literatura y la música.

  Cristina es otra chica de la nueva generación. Habla un español increíblemente bueno y en una hora de conversación cometió un solo error gramatical: conjugó mal el verbo corrupción (¡justo delante de un argentino!) y se puso colorada cuando se dio cuenta de la falta. Estudia comercio internacional en una de las tantas escuelas, institutos o universidades de San Petersburgo y le encanta el español. “Fue casi por casualidad que aprendí este idioma. Mi madre es profesora de literatura rusa y cuando era más chica me anotó en un curso de español. Me encantó y ahora no puedo vivir sin leer libros en castellano”, dice orgullosa.

  Ella conoce a la perfección las obras de Gabriel García Márquez (su autor favorito) y también ha leído a Cortázar y a Borges. Como buena hija de San Petersburgo su escritor predilecto no podía ser otro que Fedor Dostoievski, pero también recomienda la lectura de Ivan Turgenev, un novelista y poeta ruso del siglo XIX no tan conocido en la Argentina como Pushkin, Chejov o Tolstoi.

  A Cristina le fascinaría vivir en España pero por ahora no le dan los números. En el verano boreal se gana unos buenos pesos explicando a latinoamericanos y españoles las bellezas del país y su historia. Su padre murió hace muy poco y se defienden con el salario de docente de su madre y los aportes que ella hace cuando trabaja como guía, pero sólo en verano porque en invierno con temperaturas de hasta 30 grados bajo cero los turistas se quedan puertas adentro.



TODO LO QUE BRILLA ES ORO

  Alexander es otro chico que hizo el curso de guía turístico en San Petersburgo. Dura un año, es obligatorio para trabajar y habilita sólo para esa ciudad. Estos jóvenes que no conocieron a los zares ni a los comunistas ponen una pasión increíble para mostrar y explicar la historia y maravillas rusas.

  “Ya se lo dije señor, todo lo que aquí brilla es oro”, explicó Alexander algo molesto por la reiteración de la pregunta, en el interior del Palacio de Invierno, ante las arañas, revestimientos de paredes y columnas que encandilan por su amarillo luminoso. En realidad no es oro macizo, pero sí su cobertura.

  Recorrer el asiento imperial hasta 1917 explica en parte el motivo de la revolución bolchevique. La opulencia, el lujo y el esplendor de esa residencia palaciega no tienen, tal vez, comparación en el mundo, ni siquiera con los nobles europeos contemporáneos. Los zares que mandaron a construir el espectacular palacio comenzaron, además, a acumular obras de arte originales de Rembrandt, Goya, Leonardo da Vinci, Rodin, Van Gogh o Picasso. Hay casi tres millones de obras de arte en el museo y sólo se expone un tercio.

  “Señores, silencio por favor. Estamos frente a una obra maravillosa y única en el mundo. No podrán ver nada hay igual a esto, contémplenla porque sólo aquí tienen la oportunidad”, pedía casi suplicando otro guía del museo a un grupo de brasileros que hacía más ruido que otra cosa y no mostraba mucho interés por la plástica. Es que estaban en la sala de pintura holandesa frente, nada menos, a “El regreso del hijo pródigo”, de Rembrandt. Es un enorme óleo sobre lienzo de 2,62 metros por 2,05 metros, pintado a finales de 1660.



EN LOS DOS REGíMENES

  Luba tiene unos 55 años. Nació y creció en Moscú en pleno régimen comunista y en medio de la Guerra Fría. Conoce bien toda la historia de los últimos años y puede comparar la vida antes y después del comunismo. Estuvo en Cuba varios meses en la década del 70 a través de un intercambio universitario.

  Su padre era obrero y eso la colocaba en una posición destacada en la sociedad, aunque su origen judío le restaba algunos puntos. No fue perseguida por esa condición durante el comunismo pero “el régimen miraba a los judíos con poca simpatía porque temían de su capacidad y competencia en el campo de las ciencias y las artes”, reflexionó. Pero en la Unión Soviética ser un trabajador, como su padre —albañil de obra en la construcción de las carreteras de la ciudad—, era un orgullo imbatible.

  La mujer estudió idiomas, literatura e historia. Trabajó como profesora y ahora se gana la vida también paseando extranjeros. Se sumó a la nueva onda consumista y apareció con dos colores distintos en su cabello de un día para el otro. Su hija trabaja como empleada en el correo privado internacional DHL y el salario les alcanza para vivir dignamente, con modestia y sin lujos. “Los líderes soviéticos eran como dioses y el comunismo una religión”, recuerda de aquellos días.

  “Ahora me gusta más, tengo más libertad”, porque las únicas críticas al gobierno “se podían hacer en nuestra casas, caso contrario uno pasaba a ser enemigo del pueblo y terminaba en una prisión o haciendo trabajos forzados”.

  Luba comenta que cuando era joven, una vez la reprendieron a ella y a un grupo de estudiantes porque estaban fumando frente al mausoleo de Lenin, en la Plaza Roja. “Eran estupideces sin sentido”, se quejó.



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Monumental. La plaza central de San Petersburgo.

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De los zares al libre mercado


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