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sábado,
08 de
julio de
2006 |
Editorial
El sueldo del presidente
El incremento del salario del primer mandatario se erigió en eje de críticas cuyo fundamento no puede ser el aumento en sí mismo sino la disconformidad en torno de los resultados de la gestión pública. Proteger los haberes estatales es crucial si se intenta atraer a dicha esfera a las mejores individualidades, pero lamentablemente muchas veces no existe equidistancia entre lo que se recibe y lo que se brinda.
La decisión pasó inadvertida en medio del fervor colectivo que desató la presentación de la selección argentina de fútbol en el Mundial de Alemania: el aumento del salario presidencial hasta la suma de trece mil quinientos pesos fue severamente cuestionado por sectores de la oposición, pero difícilmente pueda ser criticado si se lo contempla con mirada objetiva. Es que el incremento definido rectifica un tope ciertamente demagógico fijado durante la breve gestión de Adolfo Rodríguez Saá, que lejos estaba de ser acorde con el nivel de responsabilidad que tan trascendente función impone.
La ostensible disparidad de los emolumentos del jefe del Estado en relación con los parámetros inflacionarios merecía, entonces, la reparación necesaria, sin que por ello pierda validez el reclamo a gritos que efectúan los jubilados que perciben sumas mayores a los mil pesos, cuyos haberes se encuentran congelados desde hace una larga década. Sin embargo, el trasfondo de la discusión en torno de los salarios de los funcionarios públicos y legisladores se vincula con una imagen excluyente: la de la disconformidad popular con los frutos de su trabajo.
De otra manera el debate sobre el asunto no puede ser justificado, en base a una razón muy simple: son mucho más elevados los haberes de un ejecutivo de cualquier firma importante que los del primer magistrado de la Nación. El notorio retroceso de los sueldos que se cobran en la esfera estatal si se los compara con los que se perciben en la actividad privada es uno de los motivos más concretos de un preocupante fenómeno: el alejamiento de dicha órbita de muchas de las individualidades más capaces, a las cuales les haría falta una fuerte dosis de abnegación para continuar entregando sus valores a cambio de una remuneración injusta.
La docencia constituye un ejemplo adecuado de la lamentable tendencia antedicha, símbolo de un planteo equivocado de país: setenta y cinco años atrás, un maestro percibía un salario acorde con la importancia social de la tarea que desempeñaba. Difícilmente pueda decirse lo mismo de lo que sucede en el presente y crudamente expuesto en la realidad aparece el fruto de tal política: la inexorable caída en la calidad de la educación.
Proteger la dignidad de los sueldos públicos es tarea esencial porque de tal manera se evita, por un lado, la trampa sistemática, encarnada en viáticos o sumas en negro; por el otro lado, también se salvaguarda la calidad de la gestión. Pero he allí la disparidad que preocupa: dicha calidad está lejos de ser lo que de ella se espera.
Mejorar los resultados es clave si se aspira a que el pueblo ya no critique.
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