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 sábado, 08 de abril de 2006  
Reflexiones
El llamado de las calles

Jorge Riestra (*)

Es sabido cuánta soledad, y cuántos solitarios, albergan las grandes ciudades. Podría pensarse que éstas, para disimularla y disimularlos, forjaron las muchedumbres en tránsito que las caracterizan. O arriesgar una hipótesis que proviene de la otra orilla de la historia: las multitudes, salas de parto de la atomización social, con su pasajera y borrosa vislumbre del entorno en movimiento, plasmaron sus anónimos e incansables solitarios.

Sin embargo, sea la plétora o el enrarecimiento su signo troncal, la urbe es un largo y ancho mundo de posibilidades, aun imaginarias o quiméricas, para quienes dispersos por el mapa de un país millonario en kilómetros cuadrados, en su suelo nativo sólo perciben, por fuera, su propia pobreza y la que los circunda, y por dentro la certeza de que los hijos habrán de criarse como se habían criado ellos; más la otra, parejamente nítida; de que habrían de morir, ellos y sus hijos, como habían muerto los abuelos.

El desarraigo no era una novedad. Si bien poco se hablaba de los que se habían marchado, por habérselos perdido de vista en cualquier recodo del viento, se erigían en un ejemplo que no terminaba de desvanecerse. Las vivencias de los sedentarios y la memoria colectiva indicaban que el rumbo seguido por los migrantes había sido uno solo: el sur. No el de la República, que era la Patagonia, sino lo que era el sur para el noreste, el norte y el noroeste argentinos: el centro del país, la vasta franja de fertilidad y abundancia que se inclina suavemente hacia el estuario y remata en el Atlántico.

Claro está que los migrantes escalonados a través de más de medio siglo, no habían abandonado sus villorrios quietos para asentarse en otros un poco menos quietos. Habían procedido a los saltos, precisamente porque eran historia y no naturaleza. Fueron ellos los que transformaron en urbes a Buenos Aires, Rosario y Córdoba, prosiguiendo la obra comenzada ochenta o cien años antes por la inmigración europea. Urbes que, y allí radica una de las diferencias que las separan abismalmente de la ciudad de inmigración, estaban pobladas por argentinos cuya lengua -nosotros no tuvimos dialectos- era el castellano argentinizado que, con el patrocinio irresistible de las ciudades puerto, se había instalado en el territorio nacional.

¿Cabe la comparación entre el grueso de los extranjeros arribados al país entre 1860 y 1940 y los migrantes internos que justamente cuando la inmigración cedía, buscaron un techo protector en las llamadas provincias ricas y anclaron en las ciudades que les abrían las puertas del trabajo y la estabilidad? ¿En cuántos de estos argentinos se repitieron las visiones de aquellos hombres también rudos, de manos callosas y escasa instrucción escolar, a veces muchachitos de esencia solitaria y coraje por probar que apenas sobrepasaban los quince años, todos nacidos pobres y criados en la pobreza en algún rincón de Europa -Galicia, Asturias, las Vascongadas, Cataluña, Génova, Nápoles, Sicilia, Croacia, Polonia, Armenia-; en cuántos de esos argentinos de provincia -y aquí debía incluirse a Corrientes, Chaco, Formosa, Santiago del Estero, Jujuy, Salta, Tucumán, Catamarca, La Rioja-, se repitieron las esperanzas y las ilusiones que a aquéllos les habían sembrado los solos nombres del desconocido océano y de Nueva York en el norte y Buenos Aires y Rosario en el sur? ¿Es factible diseñar, en materia de sueños, una concatenación, una línea sucesoria que lleve de la inmigración a la migración -un exacto empalme fruto del azar histórico- y de la ciudad puerto a la urbe? Si, indiscutiblemente, fueron el inmodificable pauperismo y la declinación y aun la extinción de las fuentes de trabajo los causantes de los desplazamientos poblacionales, ¿qué papel desempeñaron, sotto voce pero reales, la fascinación y el magnetismo que ejercen las grandes ciudades, convertidas en mitos por los desheredados del mundo?

Un fenómeno para nada extraño porque creció con el siglo XX y los cinco continentes lo conocen -alcanza con citar a Buenos Aires, Los Angeles, San Pablo, Teherán, México DF, Calcuta, Nueva Delhi, Shanghai-, es el de que las urbes llaman, aunque no se lo propongan, a los que tarde o temprano serán sus nuevos habitantes. Es su poderío, ya leyenda, el que convoca durante los períodos de auge, cuando el dinero, el bienestar y el lujo fluyen por doquier y florecen como en la gramilla asoman las flores silvestres, y el trabajo abunda, la paga es buena y entonces se aproxima la hora de partir. Pero también llaman en las épocas aciagas, las del derrumbe económico y la paralización, cuando un polvillo gris flota en sus calles y se agrisa y endurece la cara de la gente; y llaman porque siguen en pie su monumentalidad arquitectónica, sus descomunales dimensiones y su vivir agitado, que simbolizan la riqueza y la proclamada vitalidad de los tiempos que se viven. Y si ese llamado quejumbroso es oído, se debe a que nada puede ser peor para los lugareños de las regiones olvidadas, que el olvido del cual solamente pueden salvarlos el desarraigo y la emigración.

¿Es concebible que los cordones de pobreza incitados sin pausa por las urbes -enormes y no reversibles: proceso de ida, no de vuelta-, que serán sus presentidos domicilios, y las veredas populosas de la gran ciudad, con su igualitarismo impremeditado, su anonimato a rajatabla y sus luces y sombras diurnas y nocturnas, les otorguen un amparo mayor que el brindado por los parajes de la adolescencia y la juventud?

Brasa que quema, la urbe. De pronto el movimiento se trueca en torbellino, el amor en hastío, la plenitud en crepúsculo, la diversidad en confusión, la convicción en flaqueza, las ínfulas en banalidad, la soberbia en estupidez, la civilidad en barbarie, lo humano en infrahumano. Un mundo. O dos. O muchos. El que habla es Antonio, que vive en Buenos Aires y atiende un flete ligado al consumo del puerto: gas envasado, carbón, leña, querosén, alcohol de quemar y chucherías que canjea por un botellón de whisky escocés, o por una caja de cerveza negra inglesa, o por un par de litros de vodka polaco o finlandés. Son cuatro los que lo miran y lo escuchan: un achatado semicírculo de silencio. A su espalda, y lo sabe, las bolas blancas corren sobre los paños verdes.

-Ustedes, porque si se asoman al umbral del café es para ver si llueve, si llovió o si va a llover -dice, empezando a encresparse-. A ver si me entienden. No se trata de que la noche anterior a un feriado largo la comparsa se vaya a cualquier lugar propio o alquilado que esté a más de cien kilómetros del zoológico. Porque no es que se vayan. Huyen, ¿me explico? Huir no es irse. Es escapar, romper los barrotes de la cárcel y fugarse. Y todos huyen. Los que disparan en auto y los que trepan a un colectivo y se evaporan, los que le ponen nafta al camioncito y arrancan, y los platudos que suben al primer avión y le apuntan a Mar del Plata, a Bariloche, a las cataratas, elijan. Y habría que sentarse a contar las bicicletas. Están hartos y tres días son tres días. Al que inventó el feriado largo habría que levantarle un monumento. Un tipo inteligente. Un visionario. Cada mes y medio o cada dos aleja unos metros el barril de pólvora de la mecha encendida. Y aquí nadie sabe cómo se llama.

(*)Escritor rosarino, autor

de "La ciudad de la torre Eiffel"
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