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 domingo, 16 de octubre de 2005  
Informe especial. Aborígenes en la región chaqueña (segunda entrega)
De Chaco a Rosario, un viaje por un sueño frágil y sin escalas
La falta de agua, el Estado desertor, el hambre y encima el desmonte empujan a wichís y tobas a la migración

Hernán Lascano / La Capital

Sumergido hasta la cintura en el contenedor municipal de la basura de San Juan al 2900, en la entrada a Echesortu, la mitad del cuerpo de Francisco no se percibe de un golpe de vista. De allí va sacando cosas que le pasa a su hermanita. Alto y macizo, de 22 años, es de la comunidad toba de Villa Berthet, en el sur de Chaco, de donde vino hace dos meses. Volverá al pago a fin de año para destroncar árboles del monte o, si hay cosecha, carpir algodón en el campo. Pero hasta Navidad recorrerá todos los días las calles desde el centro hasta la zona oeste levantando residuos. El desmonte, el fin del cultivo tradicional, la tecnificación agrícola y la falta de tierra propia lo empujaron. Y ahora este es su trabajo.

En Misión Nueva Pompeya, en El Impenetrable, Miguel Navarrete, de 52 años, piensa en Rosario. Es el presidente de la Asociación Buena Esperanza, un grupo de unas 300 personas de la etnia wichí que sobreviven sin ingresos en un paisaje esquelético. Detrás de dos toldos de barro se alza un monoambiente de autoconstrucción donde viven los diez integrantes de su familia. Miguel piensa en Rosario porque es evangélico y allí, dice, está el pastor de su Iglesia Cuadrangular. Pero quiere ir porque hay buena basura. Unos tobas de Castelli le contaron que en Rosario la gente tira cosas de buena calidad. Y para quien no tiene nada de nada cualquier cosa es una promesa de progreso.

Forzados al éxodo de su tierra, cada uno de una punta del Chaco, ciudadanos de la miseria, indios los dos, sin conocerse Francisco y Miguel están conectados por todos esos rasgos. Y también por Rosario o, al menos, por el ideal que se formaron de esa ciudad misteriosa que impulsó a uno a trasladarse mil kilómetros y al otro a madurar la intención de hacer lo mismo. También los vincula la ausencia del Estado que genera riadas migratorias entre las poblaciones aborígenes, con dificultades para sostenerse en minifundios donde no tienen máquinas para trabajar, reciben mínima atención sanitaria y hay crónicos problemas de agua.

Encima el deprimido precio del algodón quitó en toda la provincia la forma más usual de mariscar, la palabra que expresa la forma de organizar la vida material: el rebusque. En Rosario hay zonas tan o más pobres que en Pompeya o Villa Berthet. Pero muchos indios dueños de nada piensan que por lo menos en esa lejana ciudad del sur hay hospital. Y buena basura.


Pompeya y cabeza de buey
Para llegar a Nueva Pompeya hay que hacer 150 kilómetros desde Castelli. En un extremo del pueblo de 4 mil almas está el caserío donde viven once familias de la comunidad wichí. Nicolás García, desocupado, nueve hijos, es uno de ellos. Vive en un rancho a cincuenta metros de Miguel Navarrete, el vecino que sueña con Rosario. Las once familias disponen de una única canilla para mitigar los 40 grados de las tres de la tarde de fines de septiembre. Nicolás y Miguel tienen un plan jefes de hogar. Los dos sopesan sus palabras cuando dicen que ser peronistas en una intendencia radical no les da ventajas.

"Conozco a los políticos de acá. Usan a la pobre gente. La manguera pasó lejos de mi casa porque no voté a los que están", murmura Nicolás. "Esa es la fuerza y la presión de los políticos. Algunos caciques aprendieron la corrupción. Tienen más compromiso con el gobierno que con sus comunidades. Es la necesidad, entonces por ahí abandonan su pueblo por un valecito", dice Nicolás, para quien comer salteado es el precio de no venderse.

La mujer y los hijos más chicos de Nicolás, que canturrean entre ellos en voz bajísima unos vocablos llenos de armonía, no hablan ni entienden español. María, la hija mayor, aprendió castellano en la escuela bilingüe de Pozo del Sapo, que queda a tres kilómetros, donde va con otra hermana, "a pata nomás". Allí tienen comedor. La mujer de Nicolás tuvo que afiliarse al radicalismo para asistir al comedor municipal con sus hijos más chicos. Y él explica: "No hay comida segura. Este es tiempo de agarrar la miel en el campo. Visitamos a los amigos para comer algo".

Marisa Pizzi, una católica laica porteña de 45 años, libra pelea por los derechos de los aborígenes de Pompeya. Pertenece a la Red Agroforestal de la Región Chaqueña (Redaf), una entidad que brega por la vida sustentable de los poblaciones criollas e indias de la llanura y que desafía en posición desigual a los capitales latifundistas que desmontan el bosque nativo. La entidad logró alambrar las 20 mil hectáreas cedidas a 8 comunidades wichis, que totalizan 50 familias. Aunque los aborígenes no cercaban los terrenos, porque eran cazadores y recolectores, debieron hacerlo para preservar su zona, dado que la hacienda de los pobladores criollos arrasaban sus pasturas. Ellos tienen títulos de propiedad de esas tierras, pero les falta el hábito y las máquinas necesarias para trabajarlas.

En la región chaqueña argentina viven 1.094.000 habitantes rurales. Cien mil son aborígenes. Un 45 por ciento de las explotaciones de menos de 50 hectáreas, como las que suelen tener los aborígenes con títulos de propiedad o como ocupantes, implican solo un dos por ciento de la región. Las explotaciones de más de mil hectáreas, que constituyen el 5,25 por ciento de los establecimientos totales, representan el 63 por ciento de las tierras de toda la región. El problema de la tenencia es serio: minifundios de campesinos criollos e indios, que no alcanzan para la subsistencia familiar, al lado de grandes extensiones de propietarios concentrados en número y más prósperos.


Iá lakaiá
Cabeza de Buey surge en medio del monte en el centro norte chaqueño. Unos 500 pobladores tobas viven allí en el marco de cambio de hábitos culturales: ya no son nómades porque los alambrados hicieron desaparecer los terrenos para mariscar cazando algún guasuncho (especie de ciervo) o tatú carreta. Eso los obligó, para sobrevivir, a afianzarse en sus propios terrenos e iniciar una difícil vida de productores.

Las familias tienen parcelas individuales de 50 hectáreas pero obstáculos para el trabajo: mucho vinal -una planta espinosa, plaga en la zona- deja poco terreno para cultivar. Los integrantes de la Redaf les sugirieron una forma de cultivo bajo monte que implica clarear la vegetación sin erradicarla para que el aporte de hojas enriquezca el suelo sin necesidad de agregar fertilizantes.

"Esta agricultura permite que en una hectárea se produzca más", dice Raúl de León, un uruguayo que vive en la zona e integra la Redaf. Pero lo que se obtiene de la tierra todavía es mínimo y la gente se va a Castelli o se conchaba como peón en la zona. "Acá tienen que esperar que al municipio se le ocurra arar y cuando eso pasa son los últimos", advierte.

"Iá lakaiá", dirá Pedro Canteros, de 54 años, tras largo estudio del interlocutor. "Hola cómo estás", en qom, la lengua toba. No hay agua en el lugar y la acarrean de dos kilómetros. "Vivimos mal pero antes era peor. Estábamos desparramados en la colonia y no había que cazar ni comer. Ahora tenemos la tierrita y los animalitos. Pero faltan las máquinas", se lamenta.

Isaías Pellegrini, líder de la comunidad toba local, 52 años, recuerda que el puesto sanitario más cercano está a seis kilómetros. Todos viven en chozas de barro donde es plaga la vinchuca.

Juan Mansilla, de 48 años, hundido en el silencio del monte, apenas dirá que precisan "un equipo de radio" para alertar al dispensario en caso de urgencia.

Mansilla es un indio inmenso, de ojos que atisban en silencio a los visitantes. Se nota que al hablar de la necesidad del puesto de salud, de máquinas para el desmonte y labranza, de lo que habla es de la lejanía del Estado.

Los primeros tobas llegaron a Rosario a mediados de los 60. El deambular de Francisco en los volquetes de Echesortu y los sueños de Miguel con tesoros ocultos en los desechos rosarinos confirman que la no resolución de los problemas en el terruño equivale a migración hacia un destino que supone desarraigo y poco más que escarbar sueños en los cubos de basura.
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Familia Wichí. Nicolás García, su esposa y sus hijos viven en Nueva Pompeya.

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