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 domingo, 16 de octubre de 2005  
Tema del domingo
La inflación debe ser detenida porque devora los salarios

La escena se ha tornado cotidiana en cualquier supermercado de la Argentina: consumidores estupefactos, enojados, desalentados. Muchos de ellos agachan la cabeza, rezongan por lo bajo y dejan en la góndola el producto que pensaban adquirir. Y no se trata de sofisticados compradores de artículos de lujo: son amas de casa —mujeres y, cada vez más, también hombres— que no pueden darse el “lujo” de echar en el changuito un trozo de queso o un determinado corte de carne. En el país del trigo y de las vacas, resulta casi una obscenidad. Pero tal es el panorama que afecta a los asalariados, cuyo ingreso se ha visto creciente y poderosamente afectado por la recurrente presencia de uno de los fantasmas económicos más temidos: la inflación.

   No pueden caber dudas, justamente, de que haberla desterrado fue el gran anzuelo con que el Plan de Convertibilidad pergeñado en los ahora demonizados años noventa por Domingo Felipe Cavallo atrapó a las mayorías populares. Es que la inflación había hecho estragos en las pasadas décadas y en la memoria de mucha gente todavía subsiste el recuerdo de uno de los primeros grandes golpes al bolsillo de los trabajadores, el de la infausta jornada conocida como “Rodrigazo”, el 27 de junio de 1975, cuando el sideral aumento de los precios dio un golpe casi definitivo al frágil gobierno de María Estela Martínez de Perón y obligó a la renuncia del tristemente célebre ministro Celestino Rodrigo.

   Fue la estabilidad de los precios, entonces, uno de los principales atractivos del plan económico que sustentó el notable éxito del menemismo, pese a que la apertura indiscriminada de la economía terminó por destruir numerosas fuentes de trabajo y la recesión consecuente desembocó en el peor derrumbe de la historia nacional.

   El presente, en cambio, es diametralmente opuesto en la dirección elegida y entrega señales contradictorias. Por un lado, resulta innegable la reactivación de los principales indicadores y también el paulatino avance del empleo. Pero la otra cara preocupa, y mucho: el incremento del importe de productos básicos devora literalmente los salarios y genera día a día nuevos excluidos en una geografía que ya está colmada de ellos.

   El 1,2 por ciento que marcó la inflación del pasado mes de septiembre fue un claro revés para el Ejecutivo y el Palacio de Hacienda, que no logran pese a sus manifiestos esfuerzos poner en caja al fenómeno. Mientras tanto, el nueve por ciento de crecimiento anual de la economía no puede ser visto sino con beneplácito, pero si sus frutos no se vuelven palpables para el grueso de la ciudadanía entonces dicha cifra se convierte en una abstracción perversa. El gobierno ha salido con los tapones de punta, si se admite la expresión de raíz futbolera, a enfrentar a quienes sindica como culpables de los incrementos: los grandes supermercadistas se han vuelto el blanco predilecto de los misiles del elenco presidencial.

   La última acusación que emanó de labios del jefe del Estado fue dura: se refirió a una supuesta “cartelización”, favorecida por la concentración de la venta —sobre todo en la ciudad de Buenos Aires— en manos de unas pocas cadenas de hipermercados. La respuesta del sector fue rápida y la declaración de inocencia, predecible: “El presidente se la agarra con el último eslabón. Que hagan todos los estudios que quieran porque hay una competencia feroz; esto no es un cartel. Nos sorprenden mucho estas declaraciones porque no se pone el mismo énfasis en combatir el mercado informal”.

   Pese a ello, si se analizan detenidamente dichos de Alfredo Coto —el poderoso empresario aseguró que si la inflación se mantiene dentro de la pauta del diez por ciento anual está “dentro de la lógica” y pidió “no dramatizar”—, entonces tal vez se arribe a la conclusión de que los disparos verbales de Néstor Kirchner no están tan errados. Es que una inflación del diez por ciento puede ser en verdad dramática para quienes ganan sueldos bajos, con los cuales deben mantener a toda una familia. Ni hablar si nos referimos a los numerosos subocupados o desocupados que sólo perciben un subsidio: en este caso, la inflación se convierte casi en criminal.

   La Argentina ha sido durante demasiado tiempo víctima de discursos que se focalizaban en el “modus vivendi” de los sectores más pudientes. Ha llegado la hora de invertir los términos de tan errónea ecuación: si la “lógica” establecida implica el incesante sufrimiento de los débiles, entonces —más que dramatizar— corresponde tomar el toro por las astas e imponer con firmeza reglas del juego más justas, que permitan que los frutos de la tangible recuperación sean gozados por todos.
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