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domingo,
07 de
agosto de
2005 |
Reflexiones
Injusticia y hegemonía política
Carlos Duclós
Durante una reunión, Gora, el personaje de la novela de Rabindranath Tagore, dice a sus amigos en una charla: "Los que están en la administración se ponen, paulatinamente, tan orgullosos del poder del gobierno como si éste les perteneciera y tienden a distanciarse de sus compatriotas para formar una casta aparte". Y el joven Gora, consustanciado con la defensa de su querida India colonial y comprometido con su liberación del yugo inglés añade: "Ya la experiencia nos indica que cuanto más elevado es el cargo, más degenerado es el funcionario. Cuando se sube a los hombros de otra gente se la mira de arriba abajo y desde que se la menosprecia, se empieza a hacerle injusticia". Estas palabras nunca perdieron vigencia y tañen en la campana de la realidad de las sociedades aún subdesarrolladas.
La casta política, es decir el grupo de personas que dirige y que tiende a permanecer separado de los demás, con mucha frecuencia comete injusticias a partir del menosprecio, consciente o inconsciente, que tiene por el alma popular. Esta injusticia es aún mayor, sus consecuencia son aún más nefastas, cuando dentro de la misma casta política un sector adquiere demasiado poder y se libra del contralor del adversario, devenido a la sazón en único reaseguro y garantía de los ciudadanos. Cuando tal cosa ocurre, cuando una parte del poder toma para sí todo el poder, pierde el pueblo todo aval de que la clase dominante actuará, más o menos satisfactoriamente, en defensa de sus derechos.
Se ingresa entonces en lo que podría llamarse "la hegemonía del supremo". En este estado de cosas la clase dirigente no sólo puede llegar a cometer injusticias, sino que tales actos suelen estar acompañados de impunidad. El destino de las sociedades es entonces no sólo incierto, sino, a la larga, lamentable. Los argentinos (es cierto que flacos de memoria, lo que permite a las castas egoístas la inmortalidad asombrosa) saben qué cosa significa la hegemonía del supremo.
Esta nefasta hegemonía se produce aun cuando los que a ella pertenecen o a ella veneran sean personas de bien. ¿Es posible que una persona honesta incurra en aberraciones que conducen a la administración y a los administrados al cadalso? Está bien demostrado que cuando hay hegemonía más tarde o más temprano aparece la injusticia y después la impunidad ¿Por qué? Por la sencilla razón de que una cosa es el ser humano y otra es el funcionario. Este último, bajo la sombra tranquila del unicato, no actúa sino en el marco falible de una maquinaria institucional susceptible de cometer errores y no sólo de cometerlos, sino en ocasiones de prepararlos y consumarlos.
Algunos eslogans políticos argentinos infundirían mucho miedo en sociedades maduras y desarrolladas, porque debajo de la aparente idea del acuerdo político, de la armonía ideológica, subyace el fantasma de la hegemonía. Aquellos que han tenido la suerte de dialogar con ciudadanos del Primer Mundo saben, por ejemplo, que es muy común que en elecciones para cuerpos legislativos, los de un partido suelan votar, increíblemente, a candidatos de otro partido. Y es así porque en las sociedades desarrolladas saben que puede resultar muy peligroso para el destino social conceder un cheque en blanco a una persona o una institución política. El propósito de la vanidad del ser humano, aun de aquellos seres virtuosos, no puede predecirse y la voracidad política con frecuencia no puede calmarse.
La idea plasmada en la atractiva frase que ya escucháramos de boca de Raúl Alfonsín cuando siendo presidente en las primeras legislativas le pidió al pueblo que no le atara las manos y votara a sus candidatos, debería aún poner los pelos de punta a todo electorado maduro. Este pensamiento, el de dar mayoría en un cuerpo legislativo para que el gobierno pueda hacer cosas, es más propio del célebre florentino que de un ser consustanciado con las necesidades del pueblo de nuestros días. Es una idea, no sólo falsa, sino perniciosa. Es falso que un legislador de otro partido entorpezca la acción de gobierno, pues si así fuera todas las grandes naciones hubieran desterrado el sistema representativo. Es más, no sólo que un adversario puede acompañar la acción de gobierno, sino que con su aporte puede incluso mejorarla.
No se trata, a la hora de elegir a los integrantes de los cuerpos legislativos, de catalogarlos previamente en oficialistas u opositores, sino de calificarlos con el simple sello de bueno o malo, apto o inepto. La idea de la hegemonía en las asambleas legislativas es la idea del propio peso que termina siendo un peso deforme y absolutista, de carácter impositivo y en donde el poder puede tapar o destapar las cosas a su gusto y placer porque no hay árbitros, no hay control y el ciudadano está muy lejos sin saber que pasa.
La hegemonía, pues, suele ser madre de la injusticia aunque, como decía Platón, la dilecta hija se convierta en una obra maestra al vestirse de justa.
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