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sábado,
04 de
junio de
2005 |
Reflexiones
Poderoso caballero
Jorge Riestra (*)
Así como se aceleró el movimiento de la ciudad por la presencia imperativa y seductora del automóvil -uno de los hijos dilectos del siglo XX, como lo es el cine-, se activó poderosamente, dada la participación de todos los estratos de la sociedad, la circulación y la búsqueda del dinero.
Podía empezarse por los que nada tenían, perdidos el trabajo y los oficios, puesto un pie inestable sobre las changas y el otro, de duración impronosticable por su dependencia de lo político, sobre el asistencialismo estatal. La nueva pobreza inserta en la urbe -nueva, realmente, porque si bien había habido pobreza, nunca se había asentado, con incidencia social aguda, la miseria y sus terribles secuelas individuales, educativas y sanitarias-, un cuarto o un quinto de la población, ambos sexos en canal abierto y todas las edades, lo cual determinaba que el resto, aquel tres cuartos o ese cuatro quintos aparentemente a salvo de la debacle, si no vivía entre los pobres, caminara entre ellos; una ciudad paralela a la caza de la chirola, no para alcanzar el primer peldaño de la escalera social sino para continuar en el llano absoluto o, con más penosa exactitud, sumergida varios metros bajo el nivel del mar, la flaca, deshilachada subsistencia o los arañazos a algo sólido o blanduzco que se asemejara al bienestar de la supervivencia.
Los que tenían poco lo buscaban para abordar -una desembocadura, propiamente- el consumo ofrecido a manos llenas por las coquetas, actualizadas vidrieras comerciales y las abarrotadas góndolas de los supermercados, plateadas y vastas playas donde el hechizo era rey y reina la abundancia. Con denuedo y una inquietud que venía de añares, lo perseguían los integrantes de la loada, zamarreada y denostada clase media, sobre todo de la baja, que producía consumados expertos en equilibrismos de altura, salvatajes de emergencia y zafarranchos de combate, clase media que era un sueño para los que la miraban desde abajo y una figurita repetida y anémica para quienes la miraban desde arriba, a fin de conservar su lugar al sol del mediodía invernal o tan siquiera un minúsculo y pálido retazo de su reflejo. Y lo rastreaban los que poseían mucho, los pilotos de tormenta de los Viernes Negros, los de puño firme y cintura flexible de los tiempos grises y los de la realidad y la fantasía de los años dorados, para consolidar y almenar la muralla -por aquello de que el país, tarde o temprano, daba una pasada de cal y otra de arena- detrás de la cual se alojaba la gallina de los huevos de oro, o su promesa, o su leyenda, y multiplicar ad infinítum, atenta la mirada comprensiva del gallo oteante del poder, la cría de pollitos amarillos.
La transformación, una más pero no cualquiera, en una media centuria marcada por el corto plazo de las innovaciones tecnológicas, aunque basada en el incremento de los vínculos de superficie -los contactos abrepuertas, los teléfonos celulares, el correo electrónico, las compras, las ventas, las esperas frente al abismo de las ventanillas y los mostradores, las gestiones, idas y vueltas que apuntaban a zafar (el verbo de moda) el día, la semana, el mes o ya como pretensión loca e irrisoria, el año-, envolvía la actuación estelar del dinero en el universo de las relaciones humanas, su desplazamiento al centro de la escena como símbolo o emblema o, más concretamente, como divo de la tragicomedia montada por la historia. Y si, como era de esperar, afianzó su significación como hacedor de prestigio y de poder, sin solución de continuidad creó, por una parte, encandilados prosélitos en las recién paridas sociedades del status, y por la otra, no demoró su avance sobre sectores medios que vivían o sobrevivían, alejados espacial y mentalmente de aquellas ambiciones, dentro de límites proverbiales de contención; y en esos parajes demostró también su capacidad de atraer y cautivar.
Hay gente que se precia de saber qué es el dinero, de conocerlo a fondo como si fuera de su propia sangre -naturaleza, idiosincrasia, exigencias, caprichos- y, por lo tanto, de saber cómo conducirlo para que rinda, si para eso nació, lo que debe rendir -desde el susurro y la dulzura al reclamo perentorio y la embestida feroz-, una antigualla la imagen del avaro impuesta por cierto teatro y cierta narrativa tradicionales y por una filmografía en blanco y negro melodramática y a veces expresionista, su torso volcado sobre una mesa cubierta de monedas, su nariz ganchuda y sus fieros ojos hundidos, cavernosos. Todo esto puede ser cierto, están las dotes personales -el don, la intuición, la videncia- y el cultivo, minucioso y riguroso, de una inclinación, y hasta de una vocación, con raíces y claros objetivos. Pero no menos cierto es que el dinero sabe tanto o más acerca de la gente que lo que ésta sabe de aquél. Sabe quién lo piensa sin distinción de días y de horas, y quién lo ama y de ese modo lo trata, con amor, con un amor posesivo que desdeña el desmayo, pasión subterránea u ostentada que da cabida a la ternura, dedos que acarician como se acaricia un cuerpo o el terso lomo de un gato ronroneante, pese a que al dinero nunca se lo visualiza como mujer, sino como varón fuerte y reservado cuya testa el laurel de la astucia corona, pues sin ésta la fuerza y la discreción pueden ser cartón pintado, caballos de circo, marionetas; amor-pasión que vibra en cada átomo de la realidad y en las alas divagantes de la imaginación, pero que, a la vez, respondiendo a las reglas del juego -la torre y el abismo de la economía nacional- suele provocar una angustia que sube hasta el cuello, aprieta la garganta y ahoga.
Aunque de este conocimiento se enorgullece el dinero, también sabe de aquel que, por poseerlo, arriesgaría su alma y su piel, o solamente su alma, un lance sigiloso, casi secreto e inviolable; o solamente su piel, ésta a la intemperie, curtida, vigilante, y aquélla al resguardo, acurrucada, bajo techo. Y sabe quién lo valora por su utilidad, el puro esqueleto del instrumento de cambio al servicio de una mejor calidad de vida de la gente, sin aproximarse por esto al sometimiento, a la entrega incondicional del tiempo y de la mente. Y sabe quién lo maneja con indiferencia, ese que sin denunciarlo o acusarlo, sin enrostrarle el menor de sus vicios primarios, se limita a mirarlo por encima del hombro y sigue su camino. Y quién lo tiene como si no lo tuviese y así lo gana y lo gasta, con el candor y la disponibilidad de un niño, ya sea otoño para sus bolsillos, primavera sonriente o esplendoroso verano cuajado de flores aromáticas. Y quién lo rastrea a lo largo de la historia -su historia de rapiña y crueldad- y consecuentemente lamenta que exista. Y quién, atravesando como una lanza las entrañas del reproche, lo odia y lo maldice entre dientes por su aptitud separadora, por su papel en toda corrupción y en todo sórdido comportamiento humano; por su siembra de rapacidad y de cizaña entre los hombres. Todo esto parece irremediable. Sin embargo, no lo es. O no lo será si la ciudad y el país se reconstruyen y el dinero -el Gran Dinero- respeta al planeta y a sus pueblos.
(*)Escritor rosarino, autor de "El opus".
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