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 domingo, 24 de abril de 2005  
El viaje del lector
Patagonia: Al sur, el paraíso
Una travesía repleta de aventuras y desventuras permitió a cinco amigos rosarinos descubrir la inmensa solidaridad argentina y que la Patagonia se parece mucho a lo que habían soñado

Hace algo más de dos años conocí, junto a cuatro amigos, el imponente sur argentino. Unir el océano Atlántico con el Pacífico era un sueño que anhelábamos concretar desde hacía varios años pero que se frustraba cada cambio de almanaque cuando lo ahorrado no alcanzaba más que para unos días de camping en alguna zona aledaña a Rosario.

Sin embargo, aquel 7 de enero de 2003 el sueño fue tomando forma real. En el auto a gas de uno de los chicos y en plena devaluación -con no más de 400 pesos cada uno - comenzamos la aventura. Con la ansiedad que toda vacación genera y los bolsos y carpas que colmaban el baúl iniciamos la expedición al ritmo de las canciones de Los Auténticos Decadentes, que nos acompañaron en gran parte del trayecto.

La salida se realizó con total normalidad entre mates y facturas, pero luego de varias horas el coche comenzó a temblar de frío como una persona. Paramos a revisarlo en la localidad de Pigüé, provincia de Buenos Aires, cuando uno de los tripulantes, Diego, se percata de que una de las cubiertas trasera tenía "como una especie de globo", que se había deformado, quizá como producto del sofocante calor que castigaba brutalmente el pavimento de la ruta 33. Sin opciones tuvimos que utilizar la rueda auxiliar. Desarmamos todo y vaciamos el baúl. En una verdadera tarea de equipo, los cinco cambiamos el neumático pero no el humor y continuamos el viaje sin perder las expectativas.

Pero la travesía nos deparó una nueva y sorpresiva experiencia cuando sufrimos la rotura de otro de los cauchos. Ahora sí, el nerviosismo empezó a ser protagonista. Era una ruta poco transitada y no había nada en varios kilómetros a la redonda. Milagrosamente, unos campesinos que se movían en una chata, los "ángeles solidarios", frenaron y llevaron a dos de mis amigos Víctor y Diego hasta una gomería. Allí consiguieron una cubierta, en no muy buen estado, pero que con suerte nos ayudaría a llegar hasta la primera ciudad cercana.

A sólo 25 kilómetros de Bahía Blanca la racha que nos perseguía nos jugaba otra mala pasada, y ahora, lo esperado se hacía realidad: el casco obtenido no aguantó la temperatura del asfalto y nuevamente nos quedamos varados al costado del camino. La sensación de fastidio se percibía en el aire, algunos nos dejamos vencer por la circunstancia, en cambio, el ímpetu de Víctor y Diego los llevó a cargarse la llanta al hombro e iniciar la peregrinación hasta la ciudad. No habían hecho ni un kilómetro cuando otra alma caritativa, también al mando de una chata, los recogió y los alcanzó hasta Bahía Blanca.

La solidaridad que recibimos nos daba otro ejemplo de que no todo está perdido, que siempre hay alguien dispuesto a ofrecer su corazón. Los camioneros que volvían desde la ciudad nos avisaban con señas de luces que todo estaba bien y hasta uno de los conductores se bajó a decirnos que habló con nuestros amigos y que habían solucionado el problema. Parecíamos los integrantes del rodaje de una película.

Luego de algunas horas los chicos volvieron con una rueda nueva y continuamos el viaje, tal como estaba programado. La colaboración de los habitantes de cada uno de los lugares que visitamos fue incesante y pese a estas interrupciones lo que vino después fueron experiencias que quedaron eternamente grabadas en nuestros corazones.


Al fin la arena
El primer objetivo que logramos fue estar unos días en Las Grutas, una playa donde el sol recién se esconde a las diez de la noche y que ese año comenzaba a tener más convocatoria turística. La excusa era alojarnos unos días en la maravillosa ciudad de Puerto Madryn para visitar un amigo en común, que se encuentra estudiando Biología Marina, además, no pensábamos perdernos la cita obligatoria con el plato de rabas. El recorrido se prolongó sorpresivamente hasta Península de Valdés por sugerencia, muy acertada, de los lugareños que recomendaban ese mirador al mar donde además de arrojarnos de los acantilados, tuvimos la fortuna de fotografiarnos con lobos marinos.

Hasta lo más osado se hizo realidad. Después de fuertes abrazos nos despedimos de nuestro amigo madrilense para cruzar la Patagonia por la desértica ruta 25 que nos llevó de Trelew a Esquel, donde sobre el río Futaleufú desayunamos con facturas para luego deleitarnos en el convoy La Trochita -denominado así porque posee apenas 30 centímetros de trocha- el cual nos condujo a Nahuel Pan, una comunidad mapuche que entre sus costumbres pelea por la reivindicación de su cultura.

De vuelta a la ciudad de Esquel pasamos allí la noche y al otro día disfrutamos de paisajes que llenaron las cuencas de nuestros ojos. El recorrido por el majestuoso Parque Nacional Los Alerces nos deparó una de las más grandes sorpresas. Estábamos en ese lugar del que nos habían hablado desde chicos, el paraíso.

Todavía quedaba mucho por hacer y ya estábamos más que satisfechos, es que Argentina enamora a cada paso cuando uno comienza a recorrer sus placenteros escenarios. La llegada al Bolsón, capital de la artesanía y el hipismo, nos regaló un delicioso manjar, un cordero a la estaca que degustamos luego de una excursión al Cajón del Azul, una montaña que forma una especie de catarata con sus aguas de deshielo. En la Comarca Andina la sensación de paz gana las almas de quienes se atreven a visitarla. La cordialidad de su gente es inmensa, brindan un grato hospedaje e inmediatamente surge del inconsciente colectivo un deseo: "quedarse a vivir".

Y el sueño se iba extinguiendo lo que generaba cierta melancolía. Es que en cada rincón teníamos recuerdos, anécdotas; cada partida iba acompañada de sensaciones opuestas y se nos hacía difícil abandonar esos lugares.

Pero debíamos continuar y abandonamos El Bolsón. Los lugareños del sitio donde nos hospedamos salieron a despedirnos y debemos reconocer que a más de uno se nos cayó una lágrima.


El regreso
La última meta antes del regreso a Rosario ya se dejaba entrever desde la ruta. Nos acercábamos a San Carlos de Bariloche, la ciudad a la que los cinco, luego del viaje de egresados (que hicimos por separado), habíamos prometido volver, uniendo la costa atlántica con la Cordillera de los Andes.

Bariloche en verano es tan apasionante como cuando la desborda el estudiantado, sólo que esa carrera vertiginosa del viaje de estudio impide detenerse en el encanto de sus paisajes, los detalles de sus imponentes boliches, contemplar el lago esperando la salida del misterioso "Nahuelito" y la degustación de chocolates, que no respetan estación. Todo esto hace de San Carlos de Bariloche un lugar sumamente atractivo y emocionante.

El sur argentino es un merecido spa natural para los estresados que a menudo nos encontramos con el alma trashumante y en offside y si alguna vez, desmoralizado, alguien se preguntó por el paraíso en la tierra debería saber que no hace falta pasaporte para encontrar lo que uno anda buscando, basta sólo con cerrar los ojos e imaginarlo o pegarse una vuelta por la patagonia.

Ernesto Germán Bernasconi

(Ganador de esta semana)
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