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 domingo, 07 de diciembre de 2003

[Nota de tapa] Identidad colectiva
Una construcción permanente
Una revisión de la democracia, el papel del Estado en la concreción del sueño de grandeza de los argentinos y el problema de la representación política

Osvaldo Iazzetta

Cuando recuperamos la democracia en 1983, el entusiasmo generalizado que desató su retorno opacó la posibilidad de advertir que su reconstrucción entrañaría constantes y crecientes desafíos. No exageraron en cambio quienes -apelando a la mitología griega- imaginaban a esa tarea como un trabajo de Sísifo, condenado por los dioses a subir sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde volvía a caer por su propio peso. Aún resulta válida esa imagen de Sísifo -dispuesto a reiniciar el mismo camino ascendente sabiendo que su esfuerzo no tendrá fin- para retratar la ardua y permanente construcción de nuestra democracia. Aunque la sociedad aprecia los avances registrados durante estos 20 años, ellos distan de constituir un punto de llegada satisfactorio. Sus luces y sombras se combinan confusamente, dificultando una evaluación ponderada del trayecto recorrido y del -para nada desdeñable- umbral con el que hoy contamos para seguir avanzando.

Dos décadas es un corto lapso en la larga marcha de una sociedad. No obstante, pueden resultar suficientes para señalar un punto de ruptura con un pasado dominado por la violencia, la intolerancia y la discontinuidad institucional. Tal vez ese corte sea el principal crédito de este período, aún cargado de asignaturas pendientes, algunas de vieja data, como el desprecio por las normas e instituciones, y otras de generación reciente, como la expansión de la pobreza y la desigualdad. El reconocimiento de los logros y déficit de la democracia que tenemos no sólo representa un saludable ejercicio cívico en ocasión de este aniversario, sino también una oportunidad para identificar mejor cuánta democracia nos falta construir aún.

Un balance de estos años revela progresos incuestionables que coexisten, de manera ambigua y tensa, con retrocesos alarmantes que ensombrecen nuestro porvenir democrático. No deja de resultar paradójico que la renovada fe en el pluralismo y la convivencia democrática afirmada en estos años, conviva con un inquietante proceso de desigualación social que menoscaba la condición ciudadana de millones de compatriotas, modelando una sociedad menos integrada y homogénea que la que conocimos antes de su instauración.

Aunque resulta doloroso constatar que esa brecha social haya crecido con inédita celeridad durante su vigencia, no caben dudas de que la democracia garantiza el ámbito y las herramientas más apropiadas para procesar pacíficamente los conflictos y desafíos que aquella instala. Sin embargo, su superioridad normativa frente a otros regímenes, no nos autoriza a ignorar que una democracia que se muestre impotente para impedir las desigualdades sociales y la permanente falta de oportunidades económicas, es una democracia difícilmente defendible. Como afirma con su habitual lucidez Norbert Lechner: "Si la democracia no ayuda a los ciudadanos a encontrarle sentido a la vida en común, no cabe sorprenderse que ellos terminen por encontrar insignificante a la democracia".


La "novedad" democrática
La coexistencia entre un proceso políticamente incluyente (mal que mal los derechos políticos están relativamente universalizados) y un proceso socialmente excluyente (por el sesgo concentrador del modelo socioeconómico implementado) no sólo instala una tensión que pone a prueba a la democracia en el plano práctico, sino también constituye un desafío para la reflexión teórica.

En los años 50 y 60, los teóricos de la modernización imaginaban a la democracia como un efecto derivado del desarrollo económico: una vez asegurado éste, aquélla sobrevendría por añadidura. Esa lectura reduccionista subestimaba la legalidad específica de lo político y se revelaba incapaz de captar la complejidad del vínculo entre ambos términos. La oleada democrática que se extendió a toda la región en los años 80 probó que la política dispone de una lógica propia y que la democracia no es un lujo reservado a países ricos y desarrollados; también puede prosperar en terrenos socioeconómicos menos fértiles. En nuestro caso, ella no sólo estuvo precedida por un colosal proceso de desindustrialización y por una incipiente -pero no menos condicionante y exponencial- deuda externa originada durante el proceso militar, sino también asistió en los años 90 a una modernización que -contrariamente a lo previsto por las teorías modernizadoras de los 60-, combinó crecimiento económico con exclusión social, privando a esa democracia de una estructura social integrada. La irrupción, y posterior permanencia, de la democracia parecía prescindir de los requisitos socioeconómicos exigidos por las teorías modernizantes, lo cual no sólo puso en evidencia los límites explicativos de éstas sino que alentó interpretaciones optimistas que recayeron en un reduccionismo opuesto que sobreestimaba la capacidad de acción autónoma de la democracia para promover cambios socioeconómicos. En rigor, el entusiasmo democrático de los primeros años estuvo marcado por una sobrecarga de expectativas que excedía sus posibilidades reales de respuesta y explica el sentimiento de frustración y desencanto que sobrevino tras el incumplimiento de esas promesas.

Conviene, no obstante, formular algunas precisiones. Las bases del proceso socioeconómico destructivo que generó la actual exclusión fueron edificadas con anterioridad al período democrático, pero durante su transcurso no fueron desmontadas -sino más bien acentuadas-, abonando la extendida sensación de fracaso de este régimen político para remediar las asimetrías sociales. Sin embargo, esto no habla tanto de la democracia sino del modo en que sus liderazgos y actores políticos y sociales dilapidaron las potencialidades que ella ofrece para impulsar un patrón de desarrollo alternativo, compatible con la equidad y la inclusión social.


Desde la transición
Los primeros años de democracia estuvieron dominados por una agenda de gobierno que priorizó la instauración del Estado de Derecho, la recreación de las instituciones democráticas, pero que tampoco eludió impulsar la democratización de las corporaciones sindicales y una paulatina subordinación del poder militar al poder civil. El juicio a los comandantes y la sensibilidad frente a la problemática de los derechos humanos, condensa -aunque no agota- el clima político de esos días. El hartazgo frente a la violencia del pasado inmediato y las fuertes marcas que ésta dejó en la conciencia colectiva, generó un rechazo a toda tentativa de regresión autoritaria que actuó -y aún sigue actuando- como el principal reaseguro y resguardo para la continuidad de la democracia, pese al pobre desempeño de sus gobernantes de turno y su no menos pobre performance socioeconómica.

El mérito de ese período, plagado de acechanzas y amenazas, es que reinició el camino de la institucionalización democrática, y favoreció un lento aprendizaje en el marco del pluralismo y la convivencia que permitió afirmar prácticas y rutinas democráticas en ámbitos cada vez más extendidos de la vida social, cultural y política.

El modo en que el gobierno de Raúl Alfonsín sobrellevó esos desafíos políticos e institucionales no tuvo similar correlato en el ámbito económico. El descontrol inflacionario y cambiario que sacudió la última etapa de su gestión lo enfrentó a un reto que sobrepasaba su capacidad de diagnóstico y respuesta. Las urgencias que disparó esa emergencia socioeconómica -con hiperinflación y saqueos- nos enseñó duramente que la suerte de la democracia ya no se jugaba sólo en el terreno político-institucional sino en la capacidad de restablecer la "gobernabilidad económica". La demanda de gobierno que esas crisis desatan, abonó el terreno para el liderazgo mesiánico que expresó Carlos Menem, concentrando recursos de autoridad que le permitieron restablecer la certidumbre en el plano económico, pero a un costo socioeconómico e institucional que aún padecemos.

Es cierto que al contener la hiperinflación y la inestabilidad cambiaria -a partir del plan de convertibilidad- la democracia logró sortear esa crisis asegurando su continuidad. Sin embargo, el modo en que esa emergencia fue resuelta está indisolublemente conectada a la naturaleza de la crisis socioeconómica que hoy sufrimos. Estabilizó la inflación y el dólar, no así en cambio la deuda externa y la desocupación. Si bien su gestión económica trajo el alivio que no supo asegurar el gobierno radical, ella también vino acompañada de un deterioro de la institucionalidad democrática. Aprendimos que "tener democracia" no implica necesariamente, "gobernar democráticamente". El abuso en el empleo de decretos de necesidad y urgencia, la ausencia de independencia de los poderes, las evidencias de corrupción y sus pretensiones de perpetuidad, comprometieron la calidad de las instituciones, socavando su confiabilidad y legitimidad.


Algunos déficit
La Alianza arriba al gobierno en 1999 asumiendo el compromiso de enfrentar los dos principales déficit legados por la década de Menem: el institucional y el social. El desenlace de este gobierno es historia reciente y no sólo dejó pendiente ambos desafíos sino que desencadenó una crisis que nos puso al borde del colapso institucional a fines de 2001. Nunca sentimos tan intensamente cercano el aserto de que podemos seguir "hundiéndonos indefinidamente" como sociedad y aunque no constituye un dato menor que nuestra democracia haya logrado sortear semejante prueba, aún debe enfrentar nuevos y poderosos desafíos.

Esta democracia, con todos sus defectos, expresa notorios avances frente a un pasado dominado por la intolerancia. A las antinomias que dividieron a nuestra sociedad -con sus persecuciones y proscripciones- le ha sucedido un clima de pluralismo y disenso que no debemos menospreciar como conquista colectiva. En cambio, asoman otras fracturas no menos inquietantes asociadas a la grieta social ocasionada por el aumento de la pobreza y exclusión social. Esta nueva división -dentro de la cual el tema de los piqueteros representa un capítulo crucial y en modo alguno pasajero- desafía a la imaginación y creatividad de nuestros dirigentes tanto como a la de quienes nos ocupamos de reflexionar sobre estas cuestiones.

Una de las tareas prioritarias de la agenda democrática es superar esta deuda social asumiendo que la reparación de esa brecha requiere también mejores instituciones que eviten el clientelismo y paternalismo actualmente dominantes. Es preciso avanzar hacia una visión que integre el déficit social e institucional como parte de una unidad inseparable: así como cualquier mejora institucional resultará insostenible dentro de una sociedad desigual e injusta, tampoco logrará superarse el déficit social sin mejores instituciones.

En suma, es preciso más y mejor democracia, no sólo en el contexto social (garantizando una sociedad más decente y respetuosa de la diversidad), y en el régimen político (perfeccionando la representatividad y transparencia de sus instituciones) sino también, a nivel del Estado, haciendo de éste un garante efectivo de los derechos y la convivencia, y no una fuente de temor e incertidumbre en su trato con los ciudadanos. Cuando pensamos la democracia con este alcance, ella pierde sus connotaciones estáticas y se convierte, como sugiere Guillermo O'Donnell, en un "horizonte móvil" que expresa las crecientes demandas y aspiraciones de la sociedad.

La "democraticidad" se juega en todos esos niveles y como Sísifo al pie de la montaña, debemos recomenzar otra vez el ascenso. Camus resalta la alegría silenciosa de Sísifo en cada ascenso, pues mientras la roca sigue rodando siente que su destino le pertenece. Es preciso revalorizar esta dimensión cotidiana de la democracia como una construcción diaria que exige apropiarnos de las herramientas y palancas que ella nos ofrece para ampliarla y profundizarla. La medida del éxito de nuestros avances en las tareas aún pendientes, dependerá en buena medida, de que sintamos como Sísifo que nuestro destino en esta democracia también nos pertenece.


Osvaldo Iazzetta es profesor de la Facultad de Ciencia Política e investigador del Consejo de Investigaciones de la UNR
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