| miércoles, 06 de agosto de 2003 | Reflexiones El primero de los normales Victor Cagnin / La Capital "La revolución es llegar a construir un país normal", sostuvo el presidente Néstor Kirchner y la frase se percibe como una de las más poderosas que se le hayan escuchado en sus primeros meses de gobierno. No se sabe con precisión cuándo la dijo por primera vez, pero la repitió en su primer viaje a Europa -otra singularidad, nunca antes había viajado allí- y tuvo buen efecto, ya que más de un analista u observador se quedó desentrañando el sentido y el alcance de la frase. Es que si la palabra revolución -olvidada, estigmatizada y desvirtuada- obliga a detenerse para encontrar su nuevo significado, mucho más exigente es concebir el camino de la normalidad en la Argentina o el modelo de país normal que se debe imitar.
Tal vez el presidente, con su forma franca y directa, la disparó como una sencilla y sabia forma de respuesta a aquellos que le reclaman que precise las transformaciones que pretende llevar adelante. No obstante y atendiendo a tantos años de su actividad política, de lectura y debate de ideas, sería imprudente creer que no posee marco teórico y práctico para construir esa utopía de sacar al país del terreno de las irregularidades.
En este plano, vale recordar que Raúl Alfonsín llegó al poder recitando el Preámbulo de la Constitución nacional, un texto que todos daban por conocido, pero que repetido en aquel entonces al cierre de cada acto por el líder de Renovación y Cambio sonaba conmovedor y hasta revolucionario para muchos militantes de esa hora. Y en verdad, de lo que se trataba era nada más y nada menos de hacer cumplir la norma madre y fundacional de nuestra patria, tomada por Alberdi de la Constitución de los Estados Unidos. Aunque a poco de andar, su plataforma se fue diluyendo en el posibilismo sujeto a los compromisos externos (FMI) y a los condicionamientos internos (Fuerzas Armadas y grupos económicos). De modo que el Preámbulo siguió siendo un tema pendiente para futuras generaciones.
En cuanto a textos fundacionales, allí siguen también, tan vigentes como ayer, los reclamos de libertad, igualdad y fraternidad de José Hernández, a través de su Martín Fierro. Un país donde se convocaba a sus hijos a defender la frontera y luego se los sometía a largas jornadas de trabajo sin paga para beneficio de unos pocos. Una población que poco después de tanta exclusión, discriminación, derramamamiento de sangre y corrupción, se daba una forma de normalidad, un modo de integración civilizado.
El respeto entonces de aquellos textos jurídicos y literarios, en constante proceso de reescritura, se nos presenta como fuente natural de la normalidad transformadora. Y sin embargo, garantizar la aplicación de esos principios o consejos sigue siendo tan arduo como entonces.
Es que volver a poner al país bajo la norma cuando los hacedores de la ley están bajo sospecha, lograr romper con la cultura evasiva del empresariado, asesorado por expertos en materia económica y financiera, y hacer que la producción se comercialice con transparencia, cumpliendo con los tributos estatales, entre otras menudencias, será sin duda una lucha titánica. El país parece estar peleando por recuperarse, por poner freno a una corrupción que, como una enfermedad terminal, ha invadido la conciencia de un alto porcentaje de la población. Muchas personas de buena formación y prestigio han caído envueltas en esta corriente de la que no se retorna sin costo alguno; para el caso, bien vale ver el final del personaje de Ricardo Darín en "Nueve reinas". La picardía criolla, los consejos de Vizcacha, el culto a la transgresión como símbolo de inteligencia y éxito se han instalado en paradigmas y será difícil diluirlos mientras no existan mecanismos rigurosos de premios y castigos. Naturalmente, desde el Estado hacia las instituciones y desde las instituciones hacia las personas.
Otra parte de la población, en tanto, ha recuperado la confianza en un hombre que, al viejo estilo sanmartiniano, ha señalado con su brazo una dirección, una cordillera por atravesar, y hacia allá marcha, sumando gente y pertrechos en cada lugar que visita. El ciudadano, que sabe distinguir el valor de lo auténtico, ha comenzado a temer por su futuro que hoy por hoy es su propio futuro, porque nuestra sociedad sin duda es presidencialista. Ha gestado una sana identificación con un referente que pide al día más horas para poder cumplir con todas las obligaciones. Que sale de su despacho para abrazarse con los manifestantes frente a la Casa Rosada y, contra todos los pronósticos, va a la Sociedad Rural y es recibido con júbilo.
El ciudadano o el hombre común, de buena fe, disperso por los cuatro puntos cardinales, ha comenzado a preguntarse qué forma debe tomar en cada lugar la renovada impronta presidencial. Y esto, desde ya, tiene a mal traer a los candidatos, quienes no aciertan en las palabras o en los gestos. Ni siquiera en repetir que la revolución es llegar a construir un país normal.
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