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 miércoles, 06 de agosto de 2003

El 6 y el 9 de agosto de 1945 la humanidad vivió los días más pavorosos de su historia
Cómo aprendimos a odiar la bomba atómica
Hace 58 años el hombre desataba toda la furia de la fuerza básica del Universo para dirimir sus diferencias

Guillermo Zinni / La Capital

El 5 de agosto de 1945, diez días después que rubricara la orden más trascendente que jamás mandatario alguno en la historia de nuestro planeta haya firmado, el presidente norteamericano Harry S. Truman fue agasajado por la oficialidad del barco "Augusta" con una cena. En la sobremesa se sintió lo suficientemente a gusto como para confiarles a los presentes la novedad: EEUU había inventado una bomba enteramente nueva y de enormes efectos. "Es tan poderosa -dijo Truman-, que una sola de ellas tiene la fuerza de 20.000 toneladas de dinamita explotando en el mismo segundo y sobre el mismo objetivo". El mandatario también confió que el arma había sido construída en el más absoluto de los secretos, y que fue financiada con fondos presidenciales reservados para emergencia, de modo que ni el mismo Congreso estaba al tanto de ella.


Preservada para el holocausto
Llamaba la atención que Hiroshima permaneciera intacta cuando en Tokio y en casi todas las demás ciudades de las islas del Imperio los aviones de bombardeo B-29 ya habían arrojado miles de toneladas de explosivos.

Hiroshima había sido una ciudad industrial y con un puerto importante, pero que ahora estaba muerto, porque los norteamericanos habían puesto tantas minas alrededor de la isla que ya no podía entrar ni salir ningún barco.

Los aviones estadounidenses sobrevolaban permanentemente la ciudad haciendo sonar las alarmas que avisaban de un ataque aéreo, pero siempre seguían de largo. Circularon varios rumores respecto a su increíble inmunidad: algunos decían que no era atacada porque la mayoría de los japoneses de EEUU eran de Hiroshima, e incluso se llegó a sostener que parientes de Truman vivían en ella. Sólo algunos intelectuales llegaron a sospechar que la ciudad estaba siendo reservada para un destino particularmente espantoso.

El día 6 de agosto de 1945 la vida en Hiroshima transcurrió como los lunes anteriores. A pesar de las continuas alarmas anunciando ataques aéreos, la gente dormía confiada y a las seis de la mañana estaba en pie. Unos minutos después de las siete una nueva alarma apenas llamó la atención de sus habitantes, confiados en que se trataba de un nuevo vuelo de reconocimiento de rutina. Un B-29 lejano como una mota de polvo cruzó dos veces la ciudad y minutos después había desaparecido. Pero 35 minutos después, a las 8,15, dos B-29 volvieron a sobrevolar la zona. Segundos después uno de ellos, el "Enola Gay", abrió las puertas del depósito de bombas y dejó caer un cilindro de acero de 4,25 metros de largo por 1,50 de diámetro que comenzó a descender con lentitud amarrado a tres paracaídas mientras los aviones se alejaban. La bomba explotó a 490 metros de altura sobre la ciudad, para que el radio de destrucción fuera el mayor posible. Segundos después, sin un sonido, ya no hubo cielo en Hiroshima.

El primer instante fue una luz pura, cegadora, que para algunos fue un relámpago azul y que trajo un calor tan intenso que derritió todo en un espacio de tres kilómetros a la redonda. Fue tan brutal que de los seres humanos que se encontraban en ese radio sólo quedaron cenizas o sus sombras estampadas en las paredes o en el pavimento. Para los que estaban más alejados, las partes más oscuras de los vestidos se quemaron y les quedaron grabadas en la piel, mientras que las partes claras resultaron indemnes, porque el calor quemó aquello que se interponía en el camino de la radiación.

Después de la luz y el calor vino el estallido: con una fuerza de viento de unos 800 kilómetros por hora la onda expansiva arrasó todo a su paso. Cada objeto fue desprendido de su lugar; cada ladrillo y cada teja se convirtieron en un proyectil. Los cristales de todas las ventanas de la ciudad estallaron con tanta fuerza que se quedaron clavados en las paredes y en todo lo que encontraron a su paso. Durante semanas la gente tuvo que sacarse minúsculas partículas de vidrio de sus lentes y hasta granos de arena que les quedaron clavados en los ojos.

El calor y la explosión provocaron miles de incendios en un área de ocho kilómetros cuadrados alrededor del "punto cero", dejando sólo algunas paredes en pie similares a cascarones vacíos.

Después del calor, la onda expansiva y el fuego, comenzó a caer una extraña "lluvia negra". Eran gotas grandes como pelotas, resultado de la evaporación de la humedad por el fuego de la explosión y su condensación en la nube radiactiva que brotó de ella. Esta "lluvia" acrecentó el pánico en la gente, aturdida por tantas calamidades incomprensibles e inesperadas.

Y después vino el viento, un "viento de fuego" que sopló hacia el "punto cero" con tanta fuerza que arrancó de raíz los árboles donde algunas pocas personas habían logrado refugiarse y levantó olas tan altas en los ríos que ahogó a muchos de los que se habían arrojado en ellos ciegamente cuando las multitudes obstruyeron todas las vías de escape de la ciudad devastada.

De una población de 350 mil habitantes, el total de víctimas en Hiroshima fue de 210.000, sin distinción de ningún tipo. Al otro día a los sobrevivientes les costaba reconocer que se encontraban con vida. La confusión era total, y sus mentes no lograba encontrar explicación a lo sucedido. Algunos, en su ingenuidad, pensaron que los norteamericanos habían dejado caer toneladas de bombas molotov; otros dijeron que era alguna clase de veneno, y unos terceros que habían sido rociados con polvo de magnesio.

Horas después de la explosión el gobierno japonés se encontraba absolutamente desconcertado. Envió un mensaje a su pueblo para transmitirle confianza, pero a la vez demostraba una gran ignorancia respecto a qué era una bomba atómica y cuáles eran sus devastadores efectos en el tiempo. Por esto, el Imperio nipón se negó rotundamente al inmediato pedido norteamericano de rendición incondicional, y hasta se atrevió a considerar que sólo se había tratado de un acto desesperado de EEUU porque veía perdida la guerra.

Al día siguiente, mientras los diarios de Tokio destacaban que lo de Hiroshima era "otra expresión de la sádica y diabólica mentalidad del enemigo que no tiene escrúpulos en masacrar a miles de civiles para lograr sus propósitos", el presidente Truman afirmaba amenazante: "Los japoneses empezaron la guerra desde el aire, en Pearl Harbor. Se les ha pagado con creces y aún no se ha llegado al fin. (...) Estamos ahora preparados para hacer desaparecer hasta la última empresa de producción que posean. Destruiremos sus muelles, sus fábricas y comunicaciones. (...) Si no aceptan ahora nuestras condiciones, deberán prepararse para una lluvia de destrucción desde el aire como no se ha visto ninguna otra igual en la Tierra...".

Tres días después, el 9 de agosto de 1945 a las 10,12 horas, la sombra de otro B-29 se desplazó como un punto negro sobre la ciudad de Nagasaki, donde otras 70 mil personas murieron carbonizadas.

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