Es cuanto menos improbable que un equipo que cambia seis nombres de un partido para otro pueda modificar su rendimiento al punto de transformarse. Anoche, Central no fue la excepción. Hubo jugadores con apellidos diferentes, por momentos -más bien chispazos- un juego mejorado, el espíritu (llámese actitud) retemplado, pero al final un poco más de lo mismo. Cualquier comparación que se intente realizar con el partido anterior ante Arsenal carecerá de rigurosidad por una cuestión muy sencilla. Es casi imposible que el equipo de Menotti pueda repetir una actuación tan vacía como la que ofreció en Lanús. Por ese mismo motivo, también es difícil determinar si la mejoría provisoria que tuvo el equipo en tramos del partido de ayer fue eso. O si en realidad fue bastante mejor que lo que pasó ante el conjunto de Burruchaga. Está claro que el rendimiento auriazul está íntimamente relacionado con las contingencias del juego. Es un equipo cuando arranca, se va apagando cuando no convierte, desaparece si queda en desventaja y renace si el resultado se equilibra. Cuando está en ventaja, no sabe cómo mantener la diferencia y termina, inexorablemente, refugiado contra su arquero y a expensas de la puntería del adversario. Talleres lo arrió después del 1-2. Anímicamente puso el partido en campo contrario. Una actitud diametralmente opuesta a la que ofrecieron los canallas cuando Bustos abrió el marcador. Ni hablar, después del 2-2. Es cierto que Central pudo haber ganado. Y eso era lo único trascendente en el aquí y ahora canalla. Pero en ese caso, también hubiera sido lo único rescatable. Central arrancó como siempre, plantado en terreno rival. Y terminó como siempre, o al menos como en las últimas siete fechas del torneo: dudando, sufriendo, entregado a la suerte, confundido. Defensivamente impredecible, ofensivamente inofensivo. Los nombres no hicieron la diferencia. Las virtudes de la primera etapa del torneo siguen desaparecidas. Los errores de la segunda parte están ahí, latentes.
| |