Miguel Pisano / La Capital
Cuentan las comadres del barrio y los dichos de antaño que las brujas no existen, pero... Cada vez que la selección debutó en un Mundial un 2 de junio terminó con la copa entre sus brazos. Le pasó en el 78, cuando aquel equipazo del Flaco Menotti y del Matador le ganó trabajosamente a Hungría 2 a 1, en el Monumental, y finalmente Passarella culminó levantando la primera copa. Le sucedió al equipo de Bilardo, cuando venció con holgura 3 a 1 a Corea en su debut en México, donde finalmente Diego y compañía dejaron a sus pies rendidos a más de un león. Y justamente esta madrugada el equipo de todos debutaba otro 2 de junio y la ilusión del pueblo futbolero se extiende por las calles como el folclore que pinta la geografía de celeste y blanco.
Si parece ayer nomás, aquel viernes 2 de junio del 78 después del partido, cuando nos reunimos en casa con los pibes del barrio a darle forma al Club Atlético La Placita, en representación del equipo con el que jugábamos todo el día en el triángulo mágico que la caprichosa geografía urbana había dibujado entre los álamos y plátanos de la avenida Uriburu, Alem y Mister Ross. Hay días que quedan tan grabados en la memoria de un niño como aquel jueves cuando la vuelta de la escuela en el viejo 54 rojo me sorprendió con la noticia más esperada por aquellos tiempos: la placita había sido finalmente liberada del cepo de las hamacas y la calesita para dejarle el campo libre al esperado sueño de la canchita propia, que nació desde el pie, en un auténtico sábado de gloria.
Finalmente, la selección ganó su primer Mundial y todavía gambetea por la película de la memoria aquella imagen de los muchachos de la Placita envueltos en banderas y sentados en la cabina y las rampas del viejo camión transporte de autos del padre del Gallego que, como la patria futbolera, terminó invadido por el pueblo.
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