El sonido de sirenas forma parte del paisaje de New York, pero su insistencia, esta mañana, provoca un cierto resquemor. Las imágenes del 11 de septiembre aun estan frescas en la memoria de la ciudad y su gente, y el temor de volver a vivir la experiencia se respira en el aire. Nadie habla del asunto, pero los rostros adustos revelan la inquietud. En los negocios, sobre todo en los que las reglas son más flexibles, hay radios y televisores encendidos que transmiten en vivo desde Queens. El resto sigue su rutina como si no pasara nada.
En las grandes tiendas la actividad es normal. A los empleados sólo parece importarles lograr los objetivos de ventas fijados con vistas al Día de Acción de Gracias. Atienden amables, sonrientes y llenos de energía, mientras de fondo se escucha una música que evoca la cadencia hipnótica de los tradicionales villancicos navideños. En las secciones dedicadas a artículos de electrónica los televisores reproducen en cadena el Discovery Channel. Para el maravilloso mundo del libre comercio las noticias del día son un mal augurio y prefiere negarlas.
Pero no es tan fácil hacerlo. El domingo se cumplieron dos meses del ataque contra el World Trade Center y los neoyorquinos tienen frescas en su memoria las imágenes de la tragedia. Para ellos el derrumbe de las Torres Gemelas tiene nombre, apellido y también rostro. Y no uno, sino miles, y eso duele y mucho. Tanto que hasta Wall Street parece tener corazón. En sus calles, desde el río Hudson hasta Broadway, se multiplican los memoriales que recuerdan a las víctimas del atentado, donde arden velas y la gente, incluso los corredores de bolsa, se detiene para rendirles homenaje.
Nueva York sufrió, acaso como ninguna otra ciudad del país, el golpe que le asestó el terrorismo el pasado 11 de septiembre a los Estados Unidos. Su esplendor sigue intacto, tanto como el nacionalismo de sus habitantes, pero hay pequeños detalles que insinúan que ya no es la Gran Manzana alegre y distendida que solía ser. Un fantasma recorre sus calles. Un fantasma que, al explotar la noticia de la tragedia de Queens, erizó la piel de los neoyorquinos. Incluso la de aquellos que, ebrios de patriotismo, se ufanan de que unidos se pondrán de pie.
Porque si hay una consigna que se repite hasta el hartazgo desde las pantallas de cuarzo líquido de Times Square hasta las carteleras callejeras de Brooklin es precisamente esa: "Unidos nos pondremos de pie". La firman las principales marcas comerciales del país, desde las de gaseosas cola hasta las de zapatillas con suela de aire, y resuenan como un eco en las palabras de los habitantes de la ciudad a los que el terrorismo les cambio la vida, pero no la forma de pensar y lucen orgullosos cintas blancas, azules y rojas en sus pechos y hacen flamear banderas en las ventanillas de sus autos.
Y lo hacen a pesar de que para patinar en la pista de hielo del Rockefeller Center tengan que someterse al detector de metales o para cruzar la Central Station tengan que mostrar el contenido de sus bolsas de mano. En los últimos dos meses se acostumbraron a cruzarse a menudo en su camino con miembros del ejercito que, vestidos con traje de fajina y armas de guerra en mano, patrullan los principales centros públicos de la ciudad. Nadie se alarma cuando le piden una identificación, es más, quieren que lo hagan, porque los hace sentir seguros. Protegidos.
Hasta ayer a la mañana, claro, cuando la voz metálica de la radio volvió a nombrar esas palabras que ya nadie quería volver a oír y el temor a un nuevo acto de terrorismo puso una vez más en estado de alerta a la ciudad. Volvieron las corridas, las sirenas, las transmisiones en vivo desde el lugar de los hechos y las mariposas al estómago. También, la certeza de que no se puede vivir bajo amenaza. Ni siquiera aquí, donde las estrellas parecen brillar más que en ningún otro lugar del mundo y el miedo siempre fue un sentimiento lejano y ajeno.