Jorge Levit
Ni los más audaces protagonistas de la Guerra Fría hubieran imaginado la devastadora tragedia que sacudió ayer a Estados Unidos. La crisis por los misiles soviéticos instalados en Cuba en la década del 60 hoy ya puede ser considerada como un juego de niños. Ni el emperador japonés Hirohito hubiera podido pensar durante la Segunda Guerra Mundial que el corazón de la primera potencia mundial podría ser severamente golpeado. La historia moderna norteamericana no tiene antecedentes de un ataque similar contra su población civil. En Pearl Harbor, los japoneses destruyeron en diciembre de 1941 parte de la flota estadounidense del Pacífico y los norteamericanos entraron en la guerra. Siempre se sostuvo que el pueblo americano -nacionalista por excelencia- necesitaba una excusa como esa para poder ofrecer a sus hijos en una guerra europea. Nunca después hubo otro ataque masivo en territorio norteamericano. No por gracia de sus enemigos si no tal vez por la incipiente tecnología militar de la época. Los nipones intentaron bombardear California y otras zonas del oeste a través del envío de globos aéreos cargados con explosivos. Pero no tuvieron éxito, y los que llegaron a las costas cayeron sin dirección y sin causar mayores daños. Los ingleses soportaron durante semanas ininterrumpidas sobre Londres los bombardeos de la aviación nazi. Ciudades alemanas, como Dresden, fueron literalmente demolidas por las bombas de los aviones aliados. Pero a los Estados Unidos nadie había llegado hasta ahora. Cuando en los años 70 el terrorismo internacional contra los intereses norteamericanos surgió con fuerza, los secuestros de aviones, bombas en aeropuertos y tomas de embajadas -como la de Irán después de la revolución- fueron muy frecuentes y permanentes a lo largo de varias décadas. Pero lo que ocurrió ayer en el corazón financiero y militar del mundo, supuestamente el lugar menos vulnerable, no tiene precedentes. Los americanos fueron humillados por alguna de las tantas bandas terroristas que siembran cadáveres por todo el mundo. O tal vez por los fanáticos nacionalistas domésticos, que ya hicieron volar un edificio del gobierno federal en Oklahoma. Y la humillación de un pueblo acostumbrado al éxito y a un espíritu patriótico exacerbado traerá seguramente represalias insospechadas en cualquier lugar del globo y en cualquier momento. Hace sólo cuatro días, en la misma Nueva York, las hermanas Williams jugaron la final del abierto de tenis de los Estados Unidos. En la ceremonia inicial Diana Ross cantó "Dios bendiga a América" y la cancha fue cubierta por una gran bandera norteamericana. Ese orgullo fue ayer demolido junto con las torres gemelas y pone en alerta al mundo sobre la magnitud de la respuesta de un gigante que ha sido herido donde más le duele. Los norteamericanos siempre han traído a sus soldados muertos envueltos en la bandera nacional desde distintas partes del mundo. Hoy no son soldados, sino civiles, y caídos en Nueva York y Washington. En Pearl Harbor la Marina y el Ejército norteamericano habían perdido a tres mil hombres en el ataque. En el de ayer se calcula que esa cifra podría triplicarse. Pasaron casi sesenta años y varias generaciones entre los dos únicos golpes al territorio norteamericano en siglos. Pero la herida de ayer es profunda y la reacción puede cambiar la historia del siglo que acaba de comenzar.
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