La presidenta María Estela Martínez de Perón encaró la portezuela del helicóptero que se había posado imprevistamente sobre la pista del sector militar del Aeroparque: "Bajemos, que es pura acción psicológica", ordenó Isabel a su comitiva en medio de aquella noche cargada de acechanzas.
La nerviosa jornada del 23 de marzo había transcurrido cargada de rumores agoreros. Isabel presidió una reunión de gabinete que se prolongó hasta la medianoche, en la que el ministro de Defensa, José Deheza, informó que los jefes militares habían accedido a seguir conversando al día siguiente.
En los primeros minutos del 24, Isabel abordó el helicóptero que debía trasladarla desde la Casa Rosada hasta la quinta de Olivos, pero la máquina descendió en el aeropuerto militar.
La cruz y el revólver
Los pilotos de la Fuerza Aérea dijeron que una de las turbinas del aparato se había plantado. Pero los integrantes de la comitiva recelaban. González acarició las cuentas de su inseparable rosario antes de seguir a la señora presidenta. El jefe de la custodia, suboficial Rafael Luisi, hizo lo mismo con la empuñadura de su pistola.
El grupo caminó escoltado por soldados aeronáuticos los últimos cien metros del gobierno constitucional, para esperar en la estación aérea a los vehículos en los cuales esperaban seguir viaje a Olivos. Cuando Isabel ingresó al despacho del jefe de la unidad, la puerta se cerró en las narices de González y Luisi, que fueron encañonados por un grupo de soldados.
Dentro del pequeño cuarto, el general Rogelio Villarreal, el capitán de navío Santamaría y el brigadier Basilio Lami Dozo se presentaron ante Isabel y la invitaron a tomar asiento: \"Señora, las Fuerzas Armadas han decidido tomar el poder y usted queda detenida", le dijo Villarreal.
Sentada en el borde de un sillón, con su espalda erguida y una pequeña cartera sobre sus piernas, Isabel adoptó una actitud digna: "Estoy preparada para que hagan conmigo lo que quieran, respondió".
"General, ¿usted tiene hijos?", preguntó la presidenta a Villarreal.
"Sí. Y por ellos hago esto", le contestó el militar.
"Correrán ríos de sangre cuando el pueblo se entere y salga a defenderme", le advirtió Isabel.
Error de cálculo
La presidenta se equivocaba una vez más. El golpe militar fue asestado sin disparar un solo tiro. Era el último error de un caótico gobierno que no supo controlar las contradicciones desatadas en aquella Argentina ni responder a su origen popular.
En los 21 meses que siguieron a la muerte de Juan Domingo Perón, su viuda dilapidó un enorme capital político y abandonó las mejores tradiciones peronistas. Las permanentes ofrendas al establishment y al partido militar la alejaron de su pueblo. Isabel estaba patéticamente sola aquella trágica noche del 24 de marzo de 1976.
Apenas Lami Dozo comunicó telefónicamente al comando golpista que la presidenta había sido detenida, caravanas de vehículos salieron de unidades de militares de todo el país para concretar la más feroz cacería humana de la historia nacional. El raid criminal se mantuvo durante casi toda la dictadura. Fueron más de siete años de horror.
La fractura producida por el horror no ha soldado aún, pese a los 18 años de democracia ininterrumpida, un privilegio del cual no gozaron los argentinos de la segunda mitad del siglo XX.
Los gobiernos democráticos tampoco lograron zafar del mecanismo de dominación que los militares legaron a las generaciones futuras: la deuda externa. Como un estigma, la capacidad transformadora de la política aparece hoy atenazada por aquella pesada herencia.
Bajo su poder omnímodo, basado en el terror, los militares impusieron un modelo económico basado en la renta financiera, que sigue tan vigente como cuando el ex ministro José Alfredo Martínez de Hoz desató el festival de "la plata dulce".