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 domingo, 19 de noviembre de 2006  
candi
Charlas en el Café del Bajo
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-Ocurrió en la Catedral. Con Inocencio no sabemos cuánto tiempo hace de esto; ni siquiera estamos seguros, para ser sinceros, si sucedió o si es algo que sucederá alguna vez, pero eso es lo de menos. Era domingo y la primera misa de la mañana estaba por comenzar. El cura se preparó para el oficio y el empresario, con su fino traje oscuro de alpaca inglesa e impecable corbata de seda al tono de la camisa clara, entró al templo del brazo de su esposa. Se persignó, pero sin arrodillarse. Detrás del industrial, y sin que éste lo advirtiera, entró un obrero de su fábrica, Celestino, un devoto de la Virgen que había concurrido con su mujer a rogarle a "Nuestra Señora" que sanara a la nena que padecía de una forma difícil y riesgosa de leucemia. De pronto, el cura encargado del oficio perdió el conocimiento y quedó sentado en el sillón de la sacristía ante la confusión y susto de los asistentes. Pero en ese mismo instante ingresó a la sala otro sacerdote, de aspecto extraño, aunque cautivante. Sus ojos transmitían una paz indecible y su voz persuadía sin necesidad de discursos. "Yo, hermanos, oficiaré esta misa", dijo con una suavidad no despojada de firmeza. Al mismo tiempo, por el acceso principal del templo entraron otros fieles, eran, según cuentan, unos doce, a quienes nunca se les había visto en el lugar. Como el cura, miraban y conmovían. La misa fue distinta, emocionante desde el mismo inicio. A la hora de desear la paz, el empresario advirtió que casi en el último banco del ala derecha del templo estaba su empleado y la familia. Sólo hizo una mueca parecida a un saludo, carente de todo entusiasmo y alegría. Hasta se diría un tanto despreciativa. Celestino se sintió avergonzado, cohibido, tal vez indigno de ese lugar. Pero siguió orando y pidiendo: "A vos Señora que sabés como nadie del dolor de un padre por el dolor del hijo..."

-En el momento de la comunión, el industrial fue el primero en presentarse a recibir el Cuerpo de Cristo, pero aquí sucedió lo impensando ante la furia disimulada del rico empresario y el asombro de todos. El cura caminó hasta el último banco, allí donde estaba Celestino y su esposa y pronunciando un cálido "shalom" deseó la paz a ellos "y a la nena". El pobre hombre, al ver que el cura después de estas palabras ofreció la ostia, sólo atinó a decir con humildad y vergüenza: "No soy digno", pero la sonrisa del sacerdote y de los doce que habían puesto la mirada en la pareja les hizo sentir que habían sido invitados especialmente al "banquete celestial".

-De regreso al altar, el extraño cura miró a los ojos al empresario, se acercó un poco y le susurró: "Tuve hambre y no me distes de comer, estuve enfermo y no me socorriste, te llamé en mi desamparo y no acudiste". La furia del empresario se convirtió en llanto cuando advirtió esa luz en aquellos ojos. Cayó de rodillas tomándose la cabeza. Celestino y su esposa, quienes también habían visto aquella rara luminiscencia, se prosternaron mientras un rumor de incomprensión y asombro corría por toda la nave.

-Sin embargo, el cura agarró del brazo al empresario, lo invitó a incorporarse y mostrándole la ostia le dijo: "El cuerpo de Cristo". El hombre sabiendo que a pesar de todo también había sido invitado a la mesa respondió: "Amén". Comulgó y permaneció cabizbajo el resto del oficio. Instantes antes de las palabras finales que forman parte de la liturgia de la misa, el sacerdote dejó otra vez las formas del ritual. Se dirigió a la entrada del templo y secundado por sus extraños acompañantes que habían permanecido de pie y atrás de todos, anunció que la misa había terminado. Volvió a desear la paz en hebreo mientras extendió sus manos y se fue. El empresario, repuesto de su asombro, corrió, traspuso el ingreso del templo, pero al salir, tan extrañamente como todo lo demás, no encontró a nadie.

-El miércoles siguiente a aquel raro suceso, el rico empresario movido por una insólita compasión y habiéndose enterado de que Celestino debía buscar los resultados de unos estudios que habían hecho a su hija, acompañó a su empleado hasta el hematólogo. Ante el asombro del profesional los dos sonrieron y se abrazaron cuando este recomendó nuevos análisis. "Está claro -dijo el médico- que aquí hay un error. Según esto la nena está sana".

Candi II



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