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 domingo, 04 de junio de 2006  
El primer partido es incomparable
“Uno entra al terreno de juego con las manos transpiradas y las rodillas temblorosas”, escribe el Káiser alemán

Franz Beckenbauer / Ovación Mundial (DPA)

No tiene por qué ser justamente un partido de un Mundial. Pero el primer encuentro internacional es para todo futbolista algo muy especial. Uno entra en el augusto círculo de los mejores. Uno sabe que millones de personas están sentadas frente al televisor, que las cámaras revelan cada milímetro del semblante durante el himno y que en el movimiento de los labios se puede leer si uno canta correctamente la letra. Uno sabe que quizás 90 minutos después será un héroe nacional o también un fracaso para siempre.

  Sin embargo, el primer partido internacional no es nada en comparación con el primero en un Mundial. Uno entra al campo de juego con las manos transpiradas y las rodillas temblorosas. Uno sabe que ahora no sólo son millones, sino alrededor de mil millones de aficionados en todo el mundo los que están mirando. Y lo peor es para los 22 jugadores que disputan el partido inaugural. Como ahora harán el 9 de junio Costa Rica y Alemania.

  Seguro que en mi primer partido mundialista fue todo diferente. Hace ya 40 años. La propagación mediática era, como mucho, un tres por ciento de la actual. Además, ahora el juego no es lo único que importa, sino también todo lo adyacente. Se escribe y envía información durante semanas, incluso meses antes. Las cadenas de televisión reúnen a sus mejores presentadores, comunicadores y cómicos para la gran fiesta del fútbol.

  En 1966 yo estaba también enormemente nervioso cuando salí para jugar mi primer partido mundialista ante Suiza. Pero entonces me ayudaron las palabras tranquilizadoras de Uwe Seeler, Willi Schulz, Helmut Haller y Karl Heinz Schnellinger. Eran viejos soldados con nervios de hierro. “Chico, no te vuelvas loco. Este es un partido como cualquier otro”, me dijeron a mitad de camino.

  Yo no tenía motivos para cometer errores en aquel equipo, porque podía sencillamente apoyarme en estos experimentados jugadores. Fue fácil, porque ganamos 5 a 0 en Sheffield a una Suiza entonces no muy fuerte, y porque yo marqué dos goles, el 3 a 0 y el 4 a 0. Me hice famoso de golpe.

  Pero fue fácil sobre todo porque sabía que no podía pasarme nada, pues la responsabilidad recaía sobre otros, los jugadores mayores. En México 1970, en mi segundo Mundial, estaba mucho más tranquilo en el primer partido contra Marruecos. Sabía lo que me esperaba. Aunque, al final, lo pasamos mal y Gerd Müller recién consiguió el definitivo 2 a 1 en el minuto 80.

  En mi tercer Mundial en 1974 no estaba nervioso como un novato, pero quizás sí más tenso que nunca: porque junto a los holandeses éramos los favoritos, porque el torneo tenía lugar en nuestro propio país y porque llevaba el brazalete de capitán y con ello mucha responsabilidad.

  Mientras tanto, los medios ya se habían multiplicado claramente. Cada paso fuera del entrenamiento era objeto de comentario, y la legendaria noche en la que negociamos las primas mundialistas sigue siendo hoy un tema recurrente, pues tuve que convencer a nuestro seleccionador, Helmut Schön, de que no se fuera. Tan liberador fue aquello que precisamente Breitner, que esa noche había discutido con el entrenador, fue quien consiguió en el primer partido contra Chile con un disparo lejano el 1 a 0.

  Todavía recuerdo que asumí una enorme presión, ya que un buen inicio no se sustituye con nada, aunque luego las preocupaciones, hasta la victoria final por 2 a 1 contra Holanda, tampoco disminuyeron mucho.

  Esta vez, creo yo, no estaré nervioso antes del primer partido. Me recostaré hacia atrás y podré seguramente disfrutar del encuentro. Con la sensación de haber hecho todo lo posible para que haya un buen torneo.


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