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 viernes, 24 de marzo de 2006  
Editorial
Las lecciones del horror

Hoy se cumplen treinta años de la fecha más terrible que registra la historia de los argentinos. El consenso social en torno del nefasto significado de las dictaduras militares, con su estela de crimen y devastación económica, resulta crucial para la salud de la democracia y el primer paso en el largo camino de la reconstrucción nacional.

Cuando el 30 de octubre de 1983 el país emergió de la más prolongada noche de su historia -esa que había comenzado el aciago 24 de marzo de 1976-, además de la lógica alegría, la incertidumbre era el sentimiento que gobernaba a muchos. Es que la democracia era todavía un recién nacido y poderosas fuerzas corporativas, agazapadas en la sombra, aún la acosaban. Hoy, a treinta años de que se perpetrara el último golpe de Estado de la historia nacional, es posible asegurar que pese a la permanencia de minoritarios bolsones de autoritarismo en la sociedad, las instituciones de la República se encuentran definitivamente consolidadas. El aprendizaje fue doloroso pero ha sido cumplido. Y sin dudas, se trata del primer y decisivo paso en la construcción de la tan anhelada Argentina nueva.

Lo que se recuerda en esta fecha es triste, tremendo: detrás de una supuesta vocación de orden y con la excusa de combatir a una ya debilitada guerrilla izquierdista, las Fuerzas Armadas se adueñaron del poder y hundieron a todo un pueblo en el terror y la debacle económica. De la mano del ideario neoliberal, aplicado con el miedo como telón de fondo, la estructura productiva del país fue liquidada y la especulación financiera inició su ominoso reinado. Mientras tanto, los "grupos de tareas" secuestraban, torturaban, asesinaban. Treinta mil desaparecidos son el saldo horroroso de la impunidad de tales prácticas, impulsadas y organizadas desde el corazón del Estado y cuyas consecuencias no cesan ni lo harán por largo tiempo: es que el dolor que causaron -inédito, por ciertos sórdidos aspectos, en la crónica mundial- no resulta cuantificable.

El cinismo político completa tan siniestro cuadro: aún hoy los represores niegan, confunden, argumentan, justifican, mienten. Los terribles hechos acontecidos, sin embargo, impiden toda réplica y diluyen cada disculpa. El consenso sobre el significado histórico de lo ocurrido carece de fisuras y se refleja en una certera consigna: nunca más.

Pero la memoria no dura por sí misma. Su continuidad sólo puede garantizarse a partir de la diaria militancia, del compromiso que se renueva de manera cotidiana. Las generaciones más jóvenes no fueron testigos de lo ocurrido y el vértigo de los tiempos actuales no contribuye al conocimiento preciso del pasado, imprescindible -tal cual se sabe- para no repetirlo. De allí la importancia crucial que adquieren los emocionantes actos con los cuales se ha memorado anoche el significado del 24 de marzo en la historia de los argentinos, dos de los cuales tuvieron como epicentro a Rosario, en el Monumento a la Bandera y en la Plaza Cívica, sitio simbólico de los llamados "años de plomo". También la educación se erige en territorio clave: es a partir de los contenidos que tempranamente se inculquen en los futuros ciudadanos que logrará fortalecerse la salud de la democracia.

A la Argentina le queda todavía un extenso tramo por recorrer para convertirse en el país que merece y puede ser. Pero nadie puede dudar de que, pase lo que pase, deberá ser en democracia. El horror, sin quererlo, ha sembrado enseñanzas definitivas.
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