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 viernes, 24 de marzo de 2006  
Reflexiones: A 30 años del último golpe militar
El legado

Rubén Chababo (*)

Nunca más volveremos a ser aquello que éramos o prometíamos ser. Algo nos arrebató irremediablemente la dictadura que es imposible recuperar. O acaso sea preciso el paso de un tiempo demasiado laxo como para que ese vacío o las consencuencias de ese arrebato, puedan ser superados de un modo que a todos nos conforte. Es que marzo de 1976 marca el fin de una etapa de un país que con todos sus errores y vacilaciones, con todos sus desaciertos y fracasos, había confiado en que lo atroz, lo siniestro, lo ominoso, no serían nunca parte de su patrimonio ni de su legado.

Antes de marzo de 1976 también hubo asesinatos y desapariciones, censura y exilio, persecución política y tortura, muchas de esas violaciones a la dignidad humana cometidas bajo el mandato de gobiernos constitucionales. Pero nunca antes esa serie de horrores había formado parte de un sistema o se había formalizado con tanta contundencia bajo la forma de un proyecto llevado adelante por el Estado.

Lo cierto es que el sueño de una nación para todos fue pulverizado a partir de ese día por la mano de un puñado de criminales que hizo real el sueño apocalíptico de tantos miles de hombres y mujeres que pusieron su mejor empeño en forjar la posibilidad de esa pesadilla. Nada volverá a ser lo mismo luego de ese fatídico día. Algo se ha manchado y contaminado para siempre en nuestro cuerpo social, y con esa mancha atroz y vergonzosa deberemos seguir andando. Incluso las generaciones venideras, aquellas nacidas en los tiempos de libertad no podrán, aún si optan por la ignorancia, dejar de ser parte de ese oscuro legado histórico. No son ni serán ellas responsables de lo ocurrido, sin embargo nada las eximirá de la responsabilidad cívica de saber y conocer que hubo un tiempo en el que el cielo de este país se oscureció durante siete años y que durante siete años fue lo injusto, lo aborrecible y hasta lo indecible lo que regló la vida de millones de argentinos. Nada las eximirá del deber de saber que hubo un tiempo en que con la misma naturalidad con que en el pasado se construyeron escuelas y hospitales, se erigieron entonces campos de concentración y exterminio.

No, nada volverá a ser lo mismo a partir de esa fecha. Y esta sentencia no implica que no haya posibilidad de tiempos de felicidad y bonanza, significa que esa pústula oscura, que esa leche negra del alba que fuimos obligados a beber, como hubiera dicho Paul Celan, impregna y contamina de manera indeleble nuestro presente y también nuestro futuro.

La histérica alegría con que fue saludada la llegada de la dictadura, la opción por la ignorancia acerca del drama de los desaparecidos por la que tantos optaron, el desprecio y las sospechas padecidos por los familiares de las víctimas del genocidio, la seducción por las voces altisonantes y los discursos de tono marcial a los que con tanto fervor millones se entregaron, la mansa reconvención con que otros aceptaron la imposición de ese orden moralmente injusto que humillaba a tantos de sus semejantes, es parte de ese oscuro legado que a todos, en mayor o menor medida, nos pertenece.

¿Qué pasó, cómo fue que pasó, qué fue lo que hizo posible que aquello ocurriera? Las tres preguntas que Hanna Arendt formuló en su momento para el caso alemán, podríamos hacerlas propias. En la respuesta a cada uno de esos interrogantes está la clave de por qué nada volverá a ser igual luego de marzo de 1976. La conciencia de que esa zona oscura de nuestra historia nos habita, el saber de esa impureza ocupando un lugar de nuestro cuerpo como nación no debería nunca llegar a ser un obstáculo para la felicidad presente o futura. Sin embargo, allí donde la felicidad y el bienestar reinen, siempre deberá haber algo que nos invite a volver el rostro para recordarnos las ruinas que alguna vez habitamos y el derrumbe del que venimos. Podemos, podrán los que vengan detrás nuestro, hacer caso omiso a esa invitación de memoria. Nada ni nadie puede obligar a nadie a recordar aquello que desea olvidar. Sin embargo, por más que se la ignore, esa zona oscura perdurará en nosotros bajo la forma de cicatriz o de marca infame.

Debemos saberlo y no es trágico reconocerlo: aún extirpada como se extirpa quirúrgicamente un cáncer, la dictadura seguirá siendo parte nuestra, eso que fuimos o padecimos, eso que muchos consintieron, aquello que no fuimos capaces de evitar. La visión perpetua de esa cicatriz dejada por el paso de esa siniestra enfermedad por nuestro cuerpo es acaso la condición inclaudicable que la Historia nos impone a nosotros, y a las generaciones futuras, si es que pretendemos vivir una vida signada por la inigualable bendición de la libertad, la democracia y la justicia.

(*)Director del Museo de la Memoria de la ciudad de Rosario


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