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 domingo, 28 de agosto de 2005  
Reflexiones
Mejor es casarse que quemarse

Carlos Duclós / La Capital

“Y digo a los solteros y a la viudas que les conviene quedarse lo mismo que yo, pero si no pueden guardar continencia que se casen, que mejor es casarse que quemarse”. Estas palabras que Pablo expresa a los cristianos de Corintios son uno de los fundamentos sustentados por la Iglesia para la institución del celibato, aunque no el único. Entre otros antecedentes que sirvieron para impulsar la renuncia al matrimonio, se tuvieron también en cuenta las palabras de Jesús referidas a aquellos que se hacen eunucos a causa del Reino de los Cielos. Desde luego que para muchos el pensamiento de Jesús y del propio Pablo no sólo que no es claro y contundente en cuanto a la necesidad sacerdotal de mantenerse célibe sino que de manera muy taxativa, especialmente en el caso de Pablo, celebra “la voluntariedad” del celibato: “Les conviene quedarse lo mismo que yo —dice—, pero si no pueden guardar continencia —remarca— que se casen”.

  La Iglesia Católica debe soportar, desde hace tiempo y con la gravedad de la trascendencia que es propia de los tiempos posmodernos, una serie de escándalos que tienen que ver con fornicaciones, abuso sexual, pedofilia, homosexualidad, etcétera. Estos aberrantes sucesos, cometidos por algunos sacerdotes, monjas y dignatarios eclesiásticos, no sólo ocurren en la Argentina, sino en el seno de las iglesias de todas partes del mundo. Estos escándalos, además, no ponen en riesgo sólo a la Iglesia Católica, sino que comprometen a la “iglesia”, es decir suponen una suerte de obstáculo entre Dios y los seres humanos que caminan hacia El por diversos senderos religiosos. Es así, porque cuando un guía espiritual cae tan estrepitosamente, sea de la corriente que fuere, está dando un pésimo mensaje que cubre de escepticismo el alma humana no consolidada en su búsqueda de Dios. No es del caso recordar reflexiones respecto de ello.

  En el libro de las transgresiones sexuales en el seno de la Iglesia, el último y reciente capítulo lo escribió el ex obispo de Santiago del Estero Juan Carlos Maccarone. Son muchos y de distintos signos los que salieron a defender al dignatario quien, es cierto, bien podría haber sido víctima de una venganza política o de una extorsión. Pero la canallada de la que podría haber sido objeto no borra la otra parte del caso: ¿hubo una conducta reprochable por parte del pastor en materia sexual? ¿Violó las normas morales, canónicas y del orden natural? Parece que sí, de otro modo ni él hubiera renunciado ni El Vaticano hubiera aceptado su renuncia y hubiera defendido al prelado contra viento y marea. Sin embargo, hay algo que sí borra, desde una perspectiva religiosa, el mal paso que pudo haber dado Juan Carlos Maccarone: el sublime hecho de haber perdido perdón. Ese coraje, ese valor de aceptar el daño ocasionado y pedir disculpas lo enaltece y es por ello, y no por otra cosa, que merece defensa y reconocimiento.

  Pero el caso pone en el tapete otra cuestión, aunque algunos sostengan, sin fundamentos fuertes, que las aberraciones sexuales no tengan nada que hacer en el debate: ¿debe la Iglesia Católica persistir en la institución del celibato forzoso? El celibato no puede ser ya “conditio sine quanon” para poder ser sacerdote; porque si bien es cierto que el clero es una vocación, un llamado de Dios, la institución del celibato opera como obstáculo. Y en este aspecto pone límites, restringe el auge de la iglesia y por lo tanto priva a Dios de nuevas herramientas para su obra. Muchos jóvenes que quisieran abrazar la vocación sacerdotal a priori, y ante el celibato, dudan y con mucha frecuencia rehusan al ingreso, o si ingresan abandonan, o si se ordenan muchos de ellos, débiles por su propia naturaleza humana, pecan —como se observa asiduamente en todo el mundo— y están lejos de servir a Dios.

La renuncia al matrimonio por amor al Reino de los Cielos es, en opinión de quien esto escribe, una renuncia cuyo carácter virtuoso es relativo y no decisivo a los ojos de Dios, pues la palabra divina no puede ser mejorada ni rendirá mayores efectos por el mero hecho de que la profiera o divulgue un casado o un célibe. Es más, si aquel que renunció al amor de los seres humanos por la causa del Reino de los Cielos a oscuras fornica y no sólo que fornica sino que lo hace violando el orden natural no sólo peca, sino que compromete seriamente la obra de Dios, pues un pastor licencioso no puede sino hacer que las ovejas se espantenen y se pierdan.

  El decreto conciliar Optatam totius exige que los candidatos al sacerdocio vean claramente la preeminencia de la virginidad consagrada a Cristo sobre el matrimonio. Según la constitución Lumen gentium la santidad de la Iglesia es promovida por los diversos consejos del Señor que han de cumplir sus discípulos. Pero entre estos consejos destacan algunos pensadores que adhieren al celibato “el don precioso y divino de la gracia que el Padre da a algunos para que, permaneciendo vírgenes o célibes, con más felicidad se consagren plenamente a Dios con corazón no dividido. Así el celibato es señal y estímulo del amor”. Pero este dogma cuasi perfecto se choca con la praxis que cada vez con más frecuencia se convierte en mala praxis y de tal modo el celibato no es ni señal ni estímulo del amor a Dios. Y entonces cobran fuerza las palabras de Pablo: “Mejor es casarse que quemarse”; en otras palabras: que es hora de que el celibato sea de carácter voluntario.
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