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 domingo, 28 de agosto de 2005  
Interiores: tomar la palabra

Jorge Besso

Esta es una de las tantas expresiones en torno a la palabra. Una referencia al acto de hablar en determinadas circunstancias, por lo general formales, en las que alguien hace uso de la palabra construyendo un discurso dirigido a una determinada audiencia. Pero al mismo tiempo tomar la palabra es un ejercicio de todos los días, muchas veces placentero, pero que puede resultar angustiante, al punto que uno puede quedarse sin palabras en el momento más inoportuno.

Al hablar quedamos mano a mano con la palabra en una batalla interminable entre los pensamientos y las palabras destinadas a sacarlos a la luz, siempre con la sensación de que hay más pensamientos que palabras. Demás está decir que en esto radica la profunda diferencia con los animales que como se sabe no es que carezcan de comunicación, sino que en la comunicación animal no hay palabras, razón por la cual es mucho más perfecta que la humana, es decir sin equívocos, sin mentiras, sin doble discurso y sin simulaciones (por cierto, virtudes muy nuestras).

Es bueno recordar que en el comienzo está el verbo como sentencia y proclama la sabiduría bíblica, lo que quiere decir que mucho antes de tomar la palabra somos tomados por la palabra desde el inicio de la existencia, y así hasta el final, ya que nunca dejamos de estar tomados por la bendita y a la vez maldita palabra. Es decir que desde el comienzo mismo somos seres sociales, envueltos y regados e inundados por la catarata de palabras de quienes nos rodean con una biología no totalmente completa en ese principio, e inmersos hasta el final en una lucha entre los estándares orgánicos y los estándares sociales.

En el centro de ese combate está la psiquis nunca del todo adaptada a su cuerpo, a su sexo, a la naturaleza y a la sociedad. En esa adaptación incompleta transcurre la existencia en un único turno, pero en un mundo que no es único sino global sobre todo en cuanto a la distribución de la riqueza, cada vez menos distribuida, y a la distribución de la pobreza, cada vez más distribuida: se puede leer en la prensa que en Londres florecen (así dicen los titulares) los restaurantes exclusivos con menúes de 350 dólares per cápita, y además se aclara: sin vino, sin agua y sin propina con lo que la comidita con un vinito que no puede ser "más o menos" (pues no debe haber) debe trepar más allá de los 400 dólares en lugares gastros muy de moda como "Umu" o "Nobu".

Además del detalle de algunos manjares, también se puede leer en las reseñas que los jóvenes londinenses (se supone que serán clase A Plus) compiten y alardean en quién gasta más alcanzando el colmo de la desmesura capitalista. Claro está que lo que la crónica no dice es que semejantes ingestas de súper lujo no aseguran que por la noche el comensal no tenga una pesadilla, y de pronto en el cielo de la noche de Londres aparezca el infierno de Bin Laden con su cara musulmana surgiendo del plato. Y todo por aquello de la adaptación siempre incompleta, no sólo al dolor, sino también al placer.

Esta adaptación incompleta del ser humano lo convierte en un desadaptado para lo cual de ninguna manera hace falta ser un desadaptado manifiesto ya que existen múltiples formas de desadaptación a la vida en sociedad y también a la vida en la naturaleza con las variadas formas de violencia cotidianas. Un ejemplo de este hecho está representado por la gente denominada y autodenominada como de "pocas palabras", designando de este modo a seres proclives al culto de lo concreto, pero al mismo tiempo demasiados apegados a la acción que en el paso siguiente se transforman en individuos inclinados a la violencia.

También se los conoce como humanos de "pocas pulgas", sin que sea evidente qué hacen las pulgas en esta expresión, aunque se supone que ese dicho se refiere a seres que soportan poco, ya que le bastan pocas pulgas para reaccionar (son personas que a los otros tolera en una proporción equivalente a como soportaría a las pulgas).

De la naturaleza violenta del humano no se salvan ni las mismas palabras, ya que existen especímenes en los más variados rincones del planeta y en una cantidad difícil de calcular (inclusive por casa) capaces de ejercer la violencia con las propias palabras usadas como filosos cuchillos o como burdos cascotes para cascotear al otro, y esto sin olvidar a la célebre lengua viperina que viene a ser la popular lengua de víbora capaz de arrojar palabras venenosas.

Sin embargo, la palabra es la más fabulosa de las mediaciones de la que disponemos los humanos en una compleja mediación entre nuestro interior y nuestro exterior. Y entre el yo y los otros, en tanto y en cuanto las palabras son uno de los instrumentos más valiosos de seducción o de repulsión. Pero nada como las palabras para disipar la angustia pues el desasosiego es el más terrible de los sentimientos humanos y de una u otra manera sobreviene cuando alguien se queda sin palabras o cuando las no alcanzan para expresar lo que se siente, o por el contrario, cuando lo desbordan y el río interior fluye sin control inundando su existencia y la de quienes lo rodean.

En cualquier caso tomar la palabra es lo más cercano al equilibrio ya que representa la capacidad de poner en palabras sentimientos y pensamientos, y además sin caer en la verborragia. Tanto la capacidad de hablar como la de callar son, sin dudas, virtudes más importantes.
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