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 miércoles, 03 de noviembre de 2004  
Patagones y Elefantes

Juan José Giani

Las conciencias se despabilan cuando un hecho estremecedor irrumpe súbitamente en el acontecer cotidiano. Las regularidades del pensar trastabillan cuando la potencia de alguna anormalidad exige mirar más hondo, convocar a conceptos más solventes, apelar a empeños intelectuales imperiosamente menos inerciales. La deducción, la analogía o la comparación, figuras analíticas en definitiva adheridas a una lógica de la referencia, resultan entonces instrumentos insuficientes, fuera de foco. Cuando un suceso radicalmente singular sube a escena, hacen falta un ojo raro, una mirada insólita, una definición sin estrenar.

Los luctuosos episodios acaecidos recientemente en una escuela de la localidad de Carmen de Patagones nítidamente encuadran en lo mencionado hasta aquí. Frente al intempestivo proceder de un adolescente que decide asesinar compañeros a sangre fría, el horror obnubila en principio la reflexión para luego saturarla, esperando de ella diagnósticos y terapias que apaciguen y/o guarnezcan la desconcertada conciencia colectiva de una comunidad. Casi instintivamente, todos parecemos intuir que el arsenal de saberes disponibles devendrá raquítico, indemne; y la opinión pública se configura a su vez en torno a una urgencia que no reniega sin embargo de la minuciosidad. Esto es, aspiramos a comprender un estruendo que admitimos extrañísimo, pero a su vez tememos (aquí y ahora) que nuestros seres más queridos padezcan en carne propia el espanto rionegrino. Precisión para una verdad inédita y presteza para un remedio impostergable: demanda simultánea que suele desbordar al responsable de gestionar la cosa pública.

Se ha apelado en estos días a un socorro cinematográfico rastreando en él algún indicio que permita desentrañar o el menos asimilar la brutalidad de los hechos. Me refiero, claro, al film "Elefante", dirigido por Gus Van Sant. Allí, justamente, se relatan episodios casi idénticos a éstos que aún nos angustian. Siniestros jóvenes aniquilan a compañeros de escuela sin que se les mueva un pelo. Lo peculiar del ejercicio cinematográfico en cuestión, sin embargo, no es la fijación de su objeto temático (el desempeño criminal) sino la lógica con que se lo afronta. El abordaje no apunta al placentero esclarecimiento de causas, sino, bien al contrario, al reforzamiento del territorio de la consternación. La exhibición desplaza a la interrogación y cierta displicencia narrativa se antepone a cualquier atisbo de pasión valorativa. Si bien cabe detectar aproximaciones, bosquejos, digamos, explicativos; agobios adolescentes que, metabolizados por un ánimo revanchista, suscitan temperamentos aniquiladores (el joven rubio con padre alcohólico, la niña disconforme con su cuerpo humillada por sus compañeras de gimnasia, o el propio asesino sometido a reiteradas burlas en el aula), parece dificultoso barruntar que la furia nihilista que se desata remita a ellos, encuentre allí un nicho de sentido autosuficiente.

Para Van Sant, palpablemente, hay un algo más, insondable, huidizo, atemorizante por inaprensible. La devastación puede ocurrir cuando nada la anuncia, el cáncer colectivo explota sin sintomatología explícita que sustente un vaticinio. Indagar cuál sea ese algo más no es por cierto tarea del cineasta, sino del vapuleado espectador; o, llevado al extremo, un componente inerradicable de nuestro tiempo.

Si fuese posible, y necesario, delimitar incumbencias entre disciplinas, cabría arriesgarse a establecer que los artistas advierten traumas sociales, los cientistas los diagnostican y los políticos (procuran) solucionarlos. Esta sinopsis, en apariencia rudimentaria, no parece sin embargo desatinada. La habitual invasión de territorialidades que se da entre estos tres registros discursivos, no impide admitir ciertas singularidades de incumbencia. Lo dicho hasta aquí lo certifica. Van Sant gatilla una narración y se retira a sus aposentos. La opinión pública argentina solicita, sensatamente, a sociólogos, pedagogos y funcionarios explicaciones convincentes y correctivos inmediatos.

Tras haber fatigado mi intelecto escuchando a meritorios especialistas y urgidos dirigentes, opera en mí un efecto Van Sant. Queda una zona tenebrosa de lo real que se resiste al concepto eficiente, a la definición que brinda sosiego. La ley federal de educación (que corresponde suplantar), el docente mal remunerado (que habría que jerarquizar), la mimesis televisiva (que cabría conjurar), la sencilla circulación de las armas (que urge desterrar) o los dramas regionales del país (que se impone atender), nos dejan sin embargo en las puertas de un pantano donde aún el científico afanoso y el político sabio se desplazan con impericia, con el ropaje inadecuado.

El imprescindible activismo de gestión se despliega hasta donde el espacio de lo inefable clausura sus posibilidades. Es, entonces, la hora de la filosofía, de la cultura como herramienta indagatoria de las patologías de nuestra civilización, el declive del puro saber positivizado, el texto de largo aliento cuya solución consiste en recordar que aún carecemos de todas las soluciones.

La cultura, en su versión más fructífera, es la superficie simbólica donde un colectivo humano diseña estrategias de autoconocimiento. Circula allí el regocijo pero también el sufrimiento. La mejor política, entonces, es la que busca auxilio en los archivos introspectivos de un pueblo. La mejor práctica cultural, aquella que se reconforta cuando el drama histórico la obliga a expedirse.

El asesinato sin más es un acto de locura o un ejercicio radical de insatisfacción, que es una forma existencial de la insanía. La modernidad en su derivación crasamente mercantil origina el peor de los males: habilita y promueve la proliferación de bienes para simultáneamente cercenar los mecanismos para acceder a ellos. Sistemática patencia de la escasez que instituye una perturbación esencial. Trágica enfermedad civilizatoria que lleva al desánimo, la banalidad o el crimen.
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