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 sábado, 14 de agosto de 2004 edición especial

candi
-Entre hoy y mañana voy a narrar, Inocencio, un suceso simple, pero bastante conmovedor. Algo que viví personalmente anteayer, en horas de la tarde, en el Parque España.

-Cuente, cuente, Candi. ¿Qué ocurrió?

-Eran las cinco de la tarde y después de caminar unas cuadras por la costanera me senté en uno de los bancos que hay en el sector con vista al río. Pensaba descansar apenas unos segundos y seguir, pero a los pocos instantes de haber tomado asiento y mientras miraba regocijado el paisaje, un señor que estaba a mi lado leyendo una revista levantó la vista y expresó: "Hay cosas hermosas en este mundo ¿verdad?". La pregunta del desconocido -un hombre de unos 55 años, en cuyo semblante se percibía a un ser delicado y que por su vestimenta, un poco gastada, pero de calidad, se podía adivinar que era una persona que alguna vez gozó de ciertas ventajas económicas, pero que el rigor argentino lo había venido a menos- me sorprendió por un momento, pero enseguida ratifiqué la certeza que acompañaba a su interrogante. "Sí" -le dije- hay cosas maravillosas en el mundo". Después toda la soledad de aquel hombre se me mostró como la gran soledad que aflige hoy a buena parte de la humanidad y en especial a la sociedad argentina. Le transcribo lo más textual posible el diálogo. Escuche Inocencio:

-Este momento, que reedito cada tarde, es una de las pocas cosas que me quedan -me dijo el desconocido que tenía los ojos puestos en la línea horizontal de las islas o en alguna línea remota y sólo real en su mente-. Me queda este momento y mi esposa, pobre, que trabaja como docente y que gracias a ella aún podemos comer. Yo, hace cinco años que estoy desocupado. Desde que me despidieron de la gerencia de la empresa en el marco de una reconversión no pude conseguir más nada. Es decir -continuó diciendo siempre con la mirada puesta en el infinito- conseguí un nuevo empleo: vigilar a mi soledad, vigilarla para que no me devore. Pero, discúlpeme, discúlpeme -me dijo el señor esta vez mirándome- yo lo importuno con mi charla.

-De ninguna manera me molesta -le respondí mientras me daba cuenta de que estaba ante un ser humano deprimido y en soledad atribuibles a una realidad social tan conocida como cruel-. ¿Tiene usted hijos? -me atreví a preguntar-.

-Sí,dos hermosas personas, inteligentes y buenas que hace tres años partieron hacia Europa en busca de un destino que aquí les fue sistemáticamente negado. Ellos, con 27 y 25 años y títulos, no pudieron emplearse. ¿Quién habría de emplearme a mí aun siendo contador? El nene tiene 27 y es también contador como yo, la nena es diseñadora de modas y analista de sistemas. Están en España, peleándola, tratando de salir adelante, pero no les resulta fácil. Los extraños, los extraño mucho. Hace casi dos años que no nos vemos y para alguien como yo eso es muy duro, muy duro. ¿Pero qué podía hacer? -siguió diciendo mintras alternaba su mirada entra las islas y mis ojos-. ¿Pedirles que no se fueran? ¿Condenarlos a una existencia sin presente y sin futuro aquí? Veo a tantos jóvenes sin trabajo y cuando lo consiguen entregan horas y horas de su vida por un salario indigno. ¡Qué injusticia! ¿Cómo ha venido a suceder todo esto?

-Por eso mismo que usted ha nombrado -le respondí- por la injusticia que se enquistó malévolamente en el corazón del hombre, especialmente en los corazones de aquellos hombres que debieron conducirnos hacia un estado de paz interior, pero que nos arrojaron en un infierno. En ciertos ámbitos reina la injusticia, sí, la equidad ha sido sometida, la solidaridad avasallada. Dios y sus principios borrados del mapa existencial. Sin embargo -le remarqué- hay actitudes maravillosas de la gente que no se da por vencida, que no se resigna, que aun cuando no vive esa paz a la que tenemos derecho y que nos ha sido arrebatada, comparte lo que tiene, hasta su tristeza. Se da cuenta -añadí- este es un gran momento a pesar de todo, porque de alguna forma hemos compartido este poco que tenemos: usted ha dado, con palabras, de su melancolía, y yo... yo le he dado, con mis silencios, de esa preocupación que llevo pegada como una estampa de la incertidumbre y del dolor. Me preocupan mis hijos, me duelen los bebés, los chicos, los jóvenes, los mayores y esos seres que esperan en el andén para hacer el último viaje. Me duele este presente, me asusta el futuro -le dije y me quedé en silencio-. Mañana concluyo la historia, Inocencio.

Candi II

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