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 sábado, 06 de septiembre de 2003

Editorial
Justificar lo injustificable

La sociedad nacional asiste, desde la asunción de la primera magistratura por parte de Néstor Kirchner, a la revitalización de un debate crucial que se intentó cerrar por decreto: el de las gravísimas violaciones a los derechos humanos durante la dictadura militar que asoló el país entre 1976 y 1983. En ese marco, el último de los sucesos que reclamó la atención colectiva fueron las declaraciones realizadas por tres militares retirados que ocuparon destacados cargos durante el autodenominado Proceso, quienes al responder a una requisitoria periodística justificaron la aplicación de torturas.

"¿Cómo puede usted sacar información si no tortura?", dijo el general retirado Ramón Díaz Bessone ante las cámaras de la televisión francesa; "Israel tiene reconocida la tortura. Todas las policías del mundo. ¿O somos tan hipócritas para decir que no? A la policía hay que tenerle respeto y si no, miedo", aseguró el ex presidente de facto Reynaldo Bignone; "ganamos la guerra pero perdimos la paz", sostuvo el ex ministro del Interior también de facto Albano Harguindeguy. A esta altura de los acontecimientos, resulta claro que no es posible aguardar una autocrítica por parte de ciertos protagonistas clave de la dramática década del setenta. Sin embargo, sorprende la contundencia con la cual algunos de ellos continúan justificando lo injustificable.

El haber enfrentado la violencia de los grupos guerrilleros con una violencia mucho mayor y peor porque emanaba del Estado, que hubiera debido erigirse en el máximo garante de los derechos de la ciudadanía, fue un error trágico y una aberración moral, que sumergió a la Argentina en un pozo del cual aún no ha terminado de emerger.

Carece de sentido abundar en esta columna sobre las atrocidades cometidas en aquellos años, que constituyen en sí mismas una de las páginas más horrorosas de la historia mundial contemporánea. Pero sí cabe reafirmar dos palabras que se convirtieron en símbolo del repudio colectivo ante tales hechos: "nunca más".

Si pretende convertirse en la Nación que merece ser, la Argentina no puede volver a admitir la justificación de la violencia para obtener fines políticos. Lamentablemente, la carencia de autocrítica a que se hacía mención con anterioridad incluye también a quienes reivindican el contenido de una lucha revolucionaria y olvidan que aquél fue desvirtuado por la errónea elección de los métodos con los cuales se luchaba. Pero en este caso puntual, que involucra a tres militares de alto rango, tal vez correspondiera una sanción para ratificar con claridad absoluta cuál es la posición ética del Estado argentino.

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