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 domingo, 17 de agosto de 2003

[Nota de tapa] Una ciudad que persigue su identidad
En busca de ganarle al tiempo su poder de opacar la historia
El debate por preservar los rastros de la dictadura no sólo esta lejos de terminar sino que se instala como una forma de reivindicar la identidad de los rosarinos

Gabriela Aguila

El reciente debate en torno a la definitiva ubicación del Museo de la Memoria, un ámbito destinado a preservar la memoria de la dictadura en la ciudad, ha permitido visualizar la coexistencia conflictiva de distintas miradas sobre ese "pasado que no pasa". Así, las acciones por la recuperación de lugares de fuerte significación para el resguardo de esa memoria (en este caso, el edificio de Moreno y Córdoba) han confrontado con planteos críticos que, tributarios de la "teoría de los dos demonios", hablan de historias fragmentadas o reivindican la salvaguardia de una indefinida memoria urbana.

Esa contraposición ha quedado expresada a propósito de la preservación arquitectónica del Paseo del Siglo. Allí manifestaron su preocupación voces que no cuestionaron, al igual que la mayor parte de la sociedad rosarina, que durante los años de plomo aquel sitio emblemático del centro de la ciudad fuera uno de los escenarios más significativos de ejercicio del terror dictatorial.

No es una novedad sostener que el golpe de Estado de marzo de 1976 fue recibido con beneplácito o indiferencia por la mayor parte de los rosarinos. La ausencia de voces discordantes, que debe ser atribuida primordialmente a la represión pero asimismo al voto de confianza que importantes sectores otorgaron al gobierno militar, se combinó con la colaboración activa de dirigentes políticos, miembros de organizaciones empresarias, sectores eclesiásticos y de los medios de comunicación con el régimen. La dictadura instaló un clima opresivo donde la delación y la sospecha se generalizaron, mientras una sociedad mayoritariamente silenciosa y/o indiferente hacía como si no pasara nada, mientras veía o conocía vagamente sobre los allanamientos, secuestros y desapariciones que perpetraban las fuerzas de seguridad.

Aunque gran parte del accionar represivo se desenvolvió en forma clandestina y supuestamente fuera de la vista de los ciudadanos, es innegable el hecho de que muchos fueron testigos de esos actos. El centro de detención más importante de Rosario, el Servicio de Informaciones, se encontraba ubicado en San Lorenzo y Dorrego, en dependencias de la Jefatura de Policía, rodeado de casas particulares, en un lugar por donde transitaban diariamente miles de ciudadanos. Muchos de los otros centros de detención estaban dentro del perímetro urbano o en localidades cercanas y algunos fueron alquilados por sus propietarios a los organismos de seguridad. Esas propiedades fueron destinadas a distintos tipos de usos desde los años de la dictadura. Tal el caso de La Calamita, en Granadero Baigorria, en constante riesgo de ser derruida, o la Quinta de Funes, convertida durante mucho tiempo en "casa de fiestas".

Los allanamientos y los simulacros de enfrentamientos se produjeron muchas veces a la luz del día y esta "ostentación" de la represión no fue ajena al clima de terror implantado por la dictadura. Es interesante preguntarse si el silencio familiar y social que se impuso como comportamiento generalizado, sobre todo en los primeros años, no representó la mejor expresión de una sociedad complaciente (¿cómplice?), correlato indispensable del terror estatal y de su eficacia.

Sin omitir que las responsabilidades y grados de colaboración fueron variados y que, a pesar de la omnipresencia del terror estatal y el autoritarismo, existieron diversas formas de resistencia, en líneas generales los rosarinos se resistieron durante años a aceptar que las denuncias y el repudio internacional a las brutales violaciones a los derechos humanos que se cometían en el país tenían una base más sólida que la que estaban dispuestos a reconocer los ejecutores y legitimadores de ese plan macabro.

Será recién a partir de la coyuntura abierta por el fin de la guerra de Malvinas y en un marco en donde el descontento social y político comenzaba a expresarse, cuando las denuncias de los organismos impactaron sobre una ciudad dispuesta a escuchar. Sin embargo, junto con el descorrimiento del velo que había obturado la mirada de la sociedad (o de parte de ella) sobre sí misma y las atrocidades del gobierno militar, en los inicios de la transición democrática se impuso una interpretación del pasado reciente que pareció volverse parte del "sentido común": junto con la condena social y el Nunca Más, la "teoría de los dos demonios" se convirtió en la visión dominante de lo sucedido persistiendo como tal luego de la coyuntura de la inmediata post-dictadura.

Este panorama no puede presentarse en forma estática, en tanto esa memoria "dominante" no sólo ha sido constantemente puesta en cuestión por otras memorias, especialmente la de los directos afectados y los organismos de derechos humanos, sino por la constante reactualización y resignificación de ese pasado traumático, cuya expresión son tanto las conmemoraciones como los avances en el plano judicial y de la investigación. Y que incluyen desde los "juicios por la verdad" hasta la identificación de restos óseos en fosas comunes por parte del Equipo de Antropología Forense, además de los recorridos -más lentos y sinuosos- de la investigación histórica.

Esta perspectiva impide plantear a la memoria como algo cristalizado; por el contrario, ella emerge como un producto sujeto a constantes reformulaciones, donde las disputas entre la voluntad de olvido y la voluntad de recordar, y en este sentido la lucha por la verdad y la justicia, pueden modificar sus contenidos.

En una ciudad donde los asesinos y sus colaboradores caminan por las calles y muchos de aquellos que actuaron como voceros o personeros de la dictadura siguen ocupando lugares significativos en el escenario político, los medios de comunicación o las asociaciones empresarias, es prioritario asumir colectivamente y como una tarea impostergable no sólo la lucha por la justicia y el fin de la impunidad sino por la preservación de la memoria del período.

Es indudable que la recuperación de ciertos lugares de memoria o el impulso a los juicios por la "verdad histórica" adquieren una particular centralidad para enfrentar la sistemática construcción del olvido que ha caracterizado a la Argentina de las últimas décadas.

Sin embargo, aún resta recorrer un larguísimo camino. La recuperación de la memoria de la dictadura requiere que los esfuerzos por restablecer el hilo de la memoria, realizados muchas veces en forma fragmentaria, converjan. Es necesario que frente al silencio de los que han sido cómplices se abran debates que han permanecido clausurados durante más de dos décadas, así como es fundamental que la sociedad decida de una vez mirar de frente a ese pasado de horror. Sólo así los trabajos de la memoria podrán contribuir no sólo a tratar de saldar cuentas con un pasado traumático sino a construir un orden más justo, igualitario y democrático que de ninguna manera puede fundarse sobre el silencio, la mentira y el olvido.



Gabriela Aguila es historiadora. Dirige la Escuela de Historia de la Universidad Nacional de Rosario



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Objeto del deseo. El ex Comando del II Cuerpo.

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