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 domingo, 03 de agosto de 2003

"Confesiones de una mente peligrosa": La vida por entretener

Ricardo Luque / Escenario

Las agencias de inteligencia matan. La televisión también. Ese, a simple vista, parece ser el mensaje de "Confesiones de una mente peligrosa", la ópera prima de George Clooney. Ninguna novedad. Pero lo cierto es que, en el sutil entramado a través del que se construye la narración del filme, se deslizan muchas otras ideas. La historia del productor de televisión que para ganarse la vida se enrola como sicario en la CIA es, de por sí, una metáfora. Más si la acción transcurre en tiempos de la Guerra Fría. La comparación que establece la película entre los estragos que causan la televisión y la política exterior norteamericana, aunque no deja de ser escolar, desde el punto de vista en que es abordada se revela llena de matices. Haber escogido contar la pesadilla de Chuck Barris (un personaje inspirado en el siniestro muñeco de la saga de terror "Chuckie") con un formato de documental hace que las estilizaciones puramente Steven Soderberg en la que cae la película se llenen de sentidos. Ambiguos, por supuesto, pero que otra cosa es el arte más que un equívoco. Es imposible no encariñarse con esa suerte de Mauro Viale del Primer Mundo que encarna a la perfección Sam Rockwell. Sus miserias son un espejo en el que es inevitable mirarse, y la imagen que proyecta no es otra que la acostumbra bombardearnos en el living de casa la televisión basura. Sin embargo, el espía frío y calculador con el que Clooney, por primera vez en su carrera, logra una actuación para el aplauso resulta enternecedor. Julia Roberts, con la seguridad que le da haber ganado un Oscar, compone a una mujer fatal que resulta tan atractiva como atemorizante. En ese contexto, cada gesto de la estética hollywoodense del filme se resignifica, dejando al final, más que un regusto a pochoclo, un sabor amargo.



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"Confesiones de una mente peligrosa"


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