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domingo,
30 de
septiembre de
2007 |
El museo que reinventó a Bilbao
El Guggenheim cambió el perfil productivo de la que fuera una ciudad de astilleros
Sara Barderas / DPA
“Bilbao ya no es lo que era, afortunadamente”, exclama Teresa, una bilbaína que se fue de allí hace más de una década, cuando la ciudad del norte de España era aún una ciudad lúgubre, gris, sumida en una crisis postindustrial. “Está irreconocible. El Guggenheim la ha cambiado completamente”.
El próximo 19 de octubre, el museo Guggenheim Bilbao celebra su décimo cumpleaños. Y con él se cierran también diez años en los que la capital de la provincia vasca de Vizcaya, de unos 400.000 habitantes que ascienden a cerca de un millón en todo el área metropolitana del Gran Bilbao, ha pasado de ser un lugar oscuro de estampa industrial a convertirse en un centro de turismo y de diseño arquitectónico al que otras ciudades del mundo miran como ejemplo e incluso con cierta envidia. Es el “efecto Guggenheim” o “efecto Bilbao”.
Junto a los bilbaínos, el arquitecto Frank O. Gehry (Toronto, 1929) vio hace diez años cómo se abrían las puertas de la que en alguna ocasión ha calificado como su obra maestra: un edificio imponente compuesto de volúmenes de formas regulares con cubiertas de piedra, curvas de titanio y muros de cristal, cuya visión cambia según luzca el sol o el cielo se vuelva gris.
La inauguración del museo en 1997, que desde entonces ha recibido más de nueve millones de visitantes, casi ocho de fuera del País Vasco y más de la mitad extranjeros, abrió también las puertas a una gran transformación urbanística y económica de una ciudad encajonada entre montañas que hacen imposible su expansión y apiñada frente a la ría del Nervión. Muchos bilbaínos destacan precisamente la recuperación de la ría, la antaño zona gris de los astilleros, llena de grúas, como la gran transformación del nuevo Bilbao.
A finales de la década de los 90, Bilbao estaba inmersa en un proceso de desindustrialización que la sumió en el desempleo.
La necesidad de Bilbao se unió a otra, en este caso la de la Fundación Guggenheim, que precisaba de dinero para remodelar su sede neoyorquina y que carecía del espacio para exhibir 15.000 obras que mantenía en almacenes.
A comienzos de la década de los 90 comenzaron las negociaciones y en 1991, dos años después de recibir el prestigioso premio Pritzker, Gehry ganaba el concurso para edificar su gran obra. Ese año, la zona en la que hoy se levanta el edificio, junto a la ría en el paseo Abandoibarra, era “un paisaje espeluznante, gótico, tenebroso, lleno de contenedores y con paredes llenas de pintadas”, cuenta explica el periodista vasco Iñaki Esteban, autor del libro “El efecto Guggenheim” (Anagrama).
Hoy, el paseo de Abandoibarra resume a la perfección la transformación de Bilbao. Y quizá por eso es uno de los lugares preferidos por visitantes y vecinos para dar una caminata, que comienzan muchos en el Palacio de Congresos y Música Euskalduna (otro de los edificios del nuevo Bilbao, inaugurado en 1999) para llegar hasta el Guggenheim.
Diez años después de su inauguración, el Guggenheim ha generado un producto bruto interno de 1.572 millones de euros (más de 2.224 millones de dólares), que se traducen en unos ingresos adicionales de 260 millones de euros a las arcas de la hacienda vasca. El propio museo, contribuye al sostenimiento de 4.355 empleos.
En el casco viejo de Bilbao se pueden ver ya carteles independentistas en inglés: “Tourist, remember: you are not in Spain not in France. You are in the Basque Country” (Turista, recuerda: no estás en España ni en Francia. Estás en el País Vasco).
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