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domingo,
19 de
agosto de
2007 |
[Lecturas]
Mentiras verdaderas
Lisy Smiles / La Capitali
Novela La ley de la felicidad, de Pablo Ramos.
Alfaguara, Buenos Aires, 2007, 368 páginas, $ 34.
Gabriel, el personaje central de la última novela de Pablo Ramos, intuye que el saber lo puede arrojar violentamente al territorio de las cosas no dichas, de las palabras calladas, de los sentimientos mudos. Pero insiste. Es que una ferocidad casi genética lo impulsa a bucear en las entrañas del monstruo, ese que vive justamente en sus propias vísceras.
“La ley de la ferocidad” es el título de esta novela que se devora al propio Ramos y que intenta deglutirse al lector. Quien haya seguido más o menos de cerca la producción de este escritor pudo sospechar que muchos de sus textos podían ser autobiográficos. Ahora, con este libro, no hay dudas. Ramos escribe desde sí mismo, y eso a veces repele pero también atrapa gracias a su forma de crear un imaginario que deambula entre el delirio y lo real.
El protagonista es un hombre de unos 35 años, empresario, alcohólico, adicto a la cocaína, un tanto misógino o más bien paranoico de las mujeres, con una tensa relación con el padre, cuya muerte se transforma en una pregunta que carcome todo lo que su hijo construyó, incluso su propia imagen o su ser o su tener.
Gabriel tapa los espejos para no ver su imagen, recurre al alcohol o la cocaína para sacarse, para desdoblarse; destruye o dilapida los bienes que él supone que su padre valora. Bordea los límites y decide traspasarlos. Es un héroe de la nada, y con eso desafía.
Ese hombre, que por momentos sólo parece haber querido ser tan sólo el hijo, hermano, marido, yerno o padre que se esperaba que fuera, es realmente un ser poco amigable. “Soy un deficiente moral” aunque “no un depredador, sino un destructor”, se define. Dueño de un sarcasmo por momentos demasiado exacerbado, admite que lo intentó, pero la ferocidad nunca estuvo ausente, a lo sumo permaneció aletargada.
Y es en ese recodo donde el lector descansa, o más bien toma aire, hasta que el monstruo creado por Ramos regresa. No se trata de un Dr. Jeckyll y Mr. Hyde vernáculo, pero sí de un juego perverso que sumerge al lector en la duda de si lo que el protagonista confiesa haber vivido ocurrió verdaderamente.
Un velorio que dura un par de días, por el que circulan personajes diversos, es el tiempo real que deberá transitar Gabriel tras la pregunta sobre su padre. Y sin dudas un padre muerto que busca ser descubierto es una pregunta sobre la memoria. El recuerdo no opera en esta narración como un mero recurso, es en gran medida su tema central. “Soy incapaz de diferenciar el recuerdo de la imaginación del recuerdo”, confiesa el protagonista, que se narra a si mismo intentando diferenciar dos presentes, el que transcurre Gabriel y el de la narración.
Escrita como a borbotones, “La ley de la ferocidad” es una novela que cuenta una historia íntima pero no ajena a las referencias contextuales. Están el conurbano bonaerense, la pobreza, la mirada del desclasado, el humor y los amigos del barrio, la inmigración como marca de origen, el peronismo de los 70, el silencio lacerante de la dictadura y el poder del dinero de los 90.
Estas referencias son nuevas pistas en lo autobiográfico pero también sirven para ubicar al protagonista, y para saber dónde se ubicó en cada momento. Los escenarios donde se juega la acción son asimismo variados: la casa familiar, la empresa funeraria, una pensión de mala muerte, hoteles, prostíbulos, las cercanías del Riachuelo, remises truchos y legales, reductos de dealers. Pero sin dudas el más importante es el de sus propios sentimientos, que por lo general aparecen como extremos. Incluso en la ternura, como la que Gabriel demuestra hacia sus hijos y sobrinos cuando les cuenta una historia de terror.
Y esa situación, a horas de que entierren al padre, es reveladora en sí misma. Por la historia que construye, porque logra construirla y porque le permite reconocer que quizás una sentencia paterna finalmente le salve la vida. O al menos le permita escribirla.
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Cruces. Pablo Ramos cuenta una historias íntima, sin desligarla de su época.
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