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 domingo, 19 de agosto de 2007  
[Anticipo] - “Orfeo en el quiosco de diarios”
El primer vanguardista
Edgardo Dobry presenta un libro que recopila sus ensayos sobre poesía. Aquí, un momento clave en el recorrido que sigue

Edgardo Dobry

Hoy no nos sorprendemos al leer un poema sin signos de puntuación, un experimento que, repetido, se ha vuelto recurso clásico, casi invisible. Pero, ¿cómo empezó todo? ¿Cómo fue que un poeta decidió limitar sus ya escasas herramientas privándose de un instrumento gramatical? Esa escena de iniciación de la poesía del siglo XX tuvo lugar en la redacción de la revista Mercure, en abril de 1913. Apollinaire, que acaba de publicar “Alcools, poèmes 1898-1913”, con un retrato hecho por Picasso como portadilla, se somete al juicio de sus compañeros de staff, estupefactos por la ausencia de signos de puntuación en sus poemas. En una carta que escribe por entonces a Henri Marineau dice, como justificándose ante las críticas: “En cuanto a la puntuación, la he suprimido porque me ha parecido inútil y, en efecto, lo es; el propio ritmo y la división de los versos es la auténtica puntuación y no se necesita otra (...) En general compongo caminando y cantando dos o tres tonadas que se me ocurren de forma espontánea (...) La puntuación corriente no sería aplicable a semejantes canciones”.

Durante el mes anterior, marzo de 1913, había aparecido la primera edición de “Méditationes esthétiques: les peintres cubistes”, donde Apollinaire recogía los textos publicados desde 1905 acerca de los artistas de la vanguardia francesa: Picasso, Braque, Metzinger, Leizer, Marie Laurencin, Juan Gris, Léger, Picabia, Marcel Duchamp y Duchamp-Villon. La coincidencia de estas dos publicaciones sólo es casual hasta cierto punto: en Apollinaire la crítica del arte nuevo está implicada en la concepción de una forma nueva de la poesía. Sin embargo, a diferencia de Baudelaire, que veía en el arte y en las preferencias del público de los Salones un reflejo del gusto decadente de su tiempo —puesto que para Baudelaire lo moderno suele ser sinónimo de idolatría, necedad y carácter obsceno—, Apollinaire es más que un crítico, es algo así como un empresario: el empresario de la vanguardia. Es fácil verlo en la intensidad de su trabajo como animador de las nuevas escuelas de pintura desde las revistas que impulsó —Festin d´E sope, apadrinada por Alfred Jarry; La Revue Inmoraliste, Les Lettres Modernes, Mercure de France, Les Soirées— o los diarios en los que colaboraba.

Apollinaire es el adalid del entusiasmo, es un optimista inagotable, muy lejos de la melancolía y la reclusión de los simbolistas. Lo que se encierra y se cierra con el “Golpe de Dados” de Mallarmé, Apollinaire lo vuelve a abrir —no debe ser tomada como una casualidad la data que pone como subtítulo de “Alcools”: 1898-1913: la poesía de Apollinaire se da a sí misma como fecha de nacimiento el año de la muerte de Mallarmé—, con la energía de quien cree que el mundo contemporáneo no es más horrible que el de ayer, sino que necesita nuevas disposiciones de percepción. Jean Denoël lo describe como un “joven magnífico, de pecho ancho y extremidades musculosas (...) un erudito de la vida actual”. En 1908 el galerista de los nuevos pintores, Daniel-Henry Kahnweiller, publica un libro de Apollinaire titulado “L”enchanteur pourrissant” (El hechicero putrescente), ilustrado con xilografías de André Derain. El volumen se cierra con un texto titulado “Onirocritique”, poema que alterna prosa y verso, y donde es visible la influencia de Lautréamont: “Las brasas del cielo estaban tan cerca que temía su fuego. Estaban a punto de quemarme. Pero yo era consciente de las eternidades diferentes del hombre y de la mujer”. Pero poco más tarde, en mayo de 1909, publica en Mercure de France una composición bien distinta. “La chanson du mail-aimé”, con la que ganará su primer reconocimiento como poeta. Apollinaire utilizó entonces ese prestigio flamante para proponer a la misma revista una crónica periódica bajo el título de La vie anecdotique, que dedicó sobre todo a hablar de los nuevos pintores.

Su actividad como redactor, editor, periodista y promotor de revistas lo muestra en la figura plena del primer vanguardista. No es el poeta maldito a lo Verlaine, que desprecia el mundo de las redacciones o el sublime al estilo de Mallarmé, que excluye tajantemente del círculo de la poesía el mundo de la opinión pública. Apollinaire aprovecha su experiencia periodística para crear y sostener sus propias publicaciones, que serán la plataforma de sus escritos sobre el arte nuevo, en particular sobre el cubismo. Es ya el poeta y el crítico free lance, que se fracciona en diversas máscaras para vivir de las columnas en publicaciones de todo tipo. Por ejemplo, uno de sus trabajos, hacia 1907, fue el de editar una colección de novelas pornográficas, para la que incluso escribió dos títulos, “Les Onze Mille Verges” y “Mémoire d´un jeune don Juan”. La serie, que se publicó bajo el título de Les maîtres de l”amour, incluyó al Marqués de Sade, recuperado del olvido en el que había atravesado el siglo XIX. Era la misma época en que, en las revistas de arte, defendía a Matisse y a los fauves, y los primeros experimentos de Picasso y Braque. Fue también el primero que se tomó en serio al “aduanero” Rousseau, a quien dedicó un largo artículo en las páginas del Mercure y a quien se debe un famoso retrato del poeta.

Apollinaire intervino activamente en la formación del grupo cubista: él mismo da nombre al movimiento. La historia es conocida: en 1908, un crítico contrario a las nuevas tendencias, para mofarse de los cuadros de Braque expuestos en el Salon des Indépendants alude a una superposición de “cubitos”. Inmediatamente Apollinaire revierte el ataque en emblema y cambia la denominación de “les peintres nouveaux” por el de “cubistes”. La defensa que hace de Braque —“más puro que los otros hombres, no se preocupa de lo que, por ser ajeno a su arte, le haría perder el paraíso en el que vive”— revela dos de las ideas centrales de su pensamiento artístico: en primer lugar, un cuestionamiento de la concepción mimética del arte, a favor del cuadro y del poema como espacios autónomos, como entidades que evolucionan según sus propios movimientos. Y la impostura de una candidez cuasi infantil, una idea del arte como representación de un espíritu nuevo, no contaminado por las codificaciones convencionales. En esto, Apollinaire es el último heredero de una línea romántica que parte de Schiller, y que ve en la ingenuidad el único camino para salvar al arte de su parálisis académica y de los sucesivos debilitamientos epigonales. Según Schiller, a través del poeta ingenuo la naturaleza vence al arte (donde “arte” significa todo aquello que, codificado y reglado a través del tiempo, ha hecho perder contacto con el venero genuino de la creación artística). De modo al mismo tiempo lógico y paradójico, sólo a través de la ruptura con la mímesis la “naturaleza” puede volver a la poesía y el arte.


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