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domingo,
19 de
agosto de
2007 |
[Primera persona]
Un regreso a la lírica
Beatriz Vignoli recrea voces de personajes históricos e imaginarios en “Soliloquios”, su nuevo libro de poemas, una reacción contra la poética de los 90
Osvaldo Aguirre / La Capital
Ifigenia y Jasón, Raskolnikof y Baudelaire (en el burdel), Mersault y Will Loman, los personajes de Albert Camus y Arthur Miller, son algunas de las voces que se hacen escuchar en los poemas de “Soliloquios”. Detrás de esos personajes, históricos e imaginarios, está la escritura de Beatriz Vignoli (Rosario, 1965), que acaba de publicar su nuevo libro en el sello Huesos de jibia, en Buenos Aires.
Autora de los libros de poesía “Almagro” (2000), “Viernes” (2001), “Itaca” y “Antología personal” (ambos en 2004), Vignoli dice que concibió su nuevo libro a partir de una crisis con su poética y de la muerte de un amigo, Fernando Dintrans. Su obra incluye además una importante producción narrativa, con las novelas “Reality” (2004) y “DAF” (estuvo disponible en el sitio poesia.com).
—¿Cómo fue el proceso de escritura de “Soliloquios”?
—Este libro surge como un proyecto bien definido, de varias causas. Una fue una entrevista que le hice en 1998 a Peter Sirr, un escritor irlandés que estuvo de visita en Rosario ese año y que dio un curso sobre traducción. Lo primero que le pregunto es por un poema suyo, “Yorick”, un monólogo del cráneo de Yorick en las manos de Hamlet. Y él me cuenta que ese poema viene de un libro donde hace hablar a personajes laterales de la historia, personajes que no tuvieron voz. Relacioné esa idea con el “Poema conjetural” de Borges, que conozco desde la adolescencia, donde Borges imagina el monólogo interior de Francisco Narciso de Laprida antes de ser asesinado. Otra fuente importante fue la “Antología de Spoon River”, de Edgar Lee Masters. Los tres trabajan con el mismo concepto: hacer hablar lo que en la historia fue silenciado, tomar el poema como el espacio donde puede hablar aquel que no pudo decir su verdad.
—¿Cómo pasaste de esas referencias a la escritura?
—El disparador fue una crisis. Se estaba muriendo Fernando Dintrans, un poeta rosarino inédito, una especie de neobarroco clásico. Fernando nunca se había mostrado muy conforme con mis poemas objetivistas, o que intentaban ser objetivistas. Me había dicho que quería leer otra cosa. Justo en ese momento entré en crisis con el objetivismo. La lírica se sustenta en la ilusión de que el poeta pueda decir su verdad en el poema, que el objetivismo puso en cuestión: se toma de las teorías de Roland Barthes sobre la muerte del autor y dice que no existe un sujeto, no existe el yo lírico, el yo lírico es una construcción ficticia. Pero, ¿por qué tiene que callar el sujeto? ¿Es realmente artificial el sujeto? A través de un momento de dolor se me aparece la idea de que hay una verdad del sujeto. Entonces empiezo a escribir para Fernando una serie de poemas donde tomo una serie de personajes y les empiezo a dar una voz. Yo estaba necesitando un espacio en mi poesía donde hacer aparecer algo del orden de la verdad del sujeto, una verdad mía. Y tenía esa prohibición objetivista, que no quería dejar de respetar, todavía, que era la prohibición de la lírica.
—¿Dónde encontrabas formulada esa prohibición?
—Esa prohibición la fuimos construyendo en los diálogos que yo tenía con mis contemporáneos, mis interlocutores de entonces. Cuando escribí los poemas de “Almagro”, mi normativa era una poesía que tomara el lenguaje en su sentido denotativo, donde la palabra debía tener un referente unívoco. La prohibición más fuerte era la ley que habíamos construido nosotros mismos para nuestra propia poesía. En los años 80, lo que se nos presenta como problema a los poetas que estábamos tratando de surgir era que el neobarroco permitía decir todo; si todo está permitido, nada es posible, entonces la cuestión era cómo acotar el campo de lo decible. Bueno, prohibiendo ciertas cosas, determinando tabúes. En el prólogo de la antología “Poesía en la fisura”, (Daniel) Freidemberg plantea que el poema es un artificio, se hace con palabras, supuestamente no hay nada de la verdad puesto en juego. Son ideas a las que Freidemberg hoy no adscribe, pero en aquel momento eran muy fuertes: el poema era un artificio desconectado de toda ilusión de que el poeta pudiera decir a través de él su verdad. Lo que yo hago en “Soliloquios” para sortear esta prohibición es ponerme una máscara. En el soliloquio de Blanche Dubois (heroína de “Un tranvía llamado deseo”) yo digo mi verdad bajo la máscara de la verdad del personaje. Sigue siendo un artificio, es un artificio extremado, no hay nada más artificial que el artificio teatral, y sin embargo la gracia del teatro está en ese momento lírico, que es un momento de verdad, diría Adorno.
—¿Cómo explicarías esa verdad?
—Es muy difícil, porque la verdad no preexiste íntegramente al discurso. Lo que preexiste en todo caso es un afecto sin forma, quizá un sentimiento, una emoción, algo que todavía no tiene palabras. A medida que uno va encontrando las palabras va construyendo esa verdad, que tiene, sí, algo de artificio. A medida que escribo el poema, un poco descubriendo y un poco inventando, construyo eso que después termina apareciendo, de alguna manera misteriosa, como una verdad del sujeto. Pero lo que me permite hacer este libro es poder encontrar alguna vinculación entre el artificio que es la obra de arte —llámese teatro o poema— y esto que aparece como un momento de verdad, conectado con algo si se quiere real.
—¿Cómo aparecieron los distintos personajes?
—A veces a partir de reflexionar sobre ellos estudiando las obras de donde surgen, por ejemplo el personaje de Natanael, el protagonista de “El hombre de la arena” de Hoffmann, aparece a través de un seminario que cursé con Silvia Delfino donde estudiamos ese relato como el momento de aparición de lo siniestro.
—En ese poema, el verso “Sospecho a la belleza las peores intenciones”...
—(interrumpe) Ese verso es mío.
—¿Tiene que ver con la historia del personaje o con tu historia?
—Con las dos cosas. Ese verso es mío. En esto soy un poco como los cabalistas. Gershom Scholem decía que un cabalista era un místico que no quería tener problemas por su misticismo. Justamente porque el místico es el que hace aparecer una heterodoxia insoportable, que es la heterodoxia de la visión, un equivalente religioso de lo que en la poesía argentina de los 80 sería hacer aparecer la heterodoxia del yo. Entonces los cabalistas toman los textos sagrados, buscan los pasajes que tengan que ver con lo que ellos vieron y hacen como que lo interpretan, describiendo sus visiones. Tanto ese verso como los otros que constituyen el libro están construidos de esa manera, son afirmaciones que yo sentí como verdaderas respecto de mí y por otro lado solamente incluyo, de todo lo que puedo decir de mí, aquello que el personaje podría decir de sí mismo en el marco de su historia. Poder hablar como si yo fuera él me permite también decir algo de mis propias sospechas, de mis propios miedos. Es un poco también lo que hace Stanislavsky cuando les propone a sus actores que trabajen con la memoria emotiva. Detrás de la máscara aparece algo del orden de la propia verdad.
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Con máscaras. Beatriz Vignoli se explora a sí misma a través de sus personajes.
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