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domingo,
08 de
julio de
2007 |
[Lecturas] - poemas de concepción bertone
Como un arte secreto
Mariano Acosta
Poesía
Aria Da Capo, de Concepción Bertone. Ediciones del Dock / La Guacha, Buenos Aires, 2006, 64 páginas. Los padres, los signos, los humos, las madres. Así, en columna, se nombran, en el comienzo del libro de Concepción Bertone, las múltiples posibilidades de esconder las palabras. Y en efecto, desde el comienzo, la cifra de la aliteración no sólo se funda en la sonoridad sino en la contigüidad de los signos, donde en el espacio umbroso de las metáforas se tensionan las implicancias disímiles que unen la vida y el fracaso. En la contingencia del poema, los eternos dualismos se dislocan y, en el momento en que la emoción filtra su sintaxis particularísima en las certezas de la eternidad, la palabra surge de espesuras antes descartadas.
“Lazulita la sombra del nogal que teñía/ de alhucema la albura de una farfalla rante/ que vuelta en dos idiomas aún/ por el instante —nimio grano de arena— / en la huerta dormida/ con la sombra inasible de mi abuelo tendida/ sobre la tierra que labró/ y está muerta”. A lo mejor —parafraseando a Olga Orozco— siempre en el fondo haya un jardín. Sin embargo, hemos estado sentados, invitados, a la maciza mesa de Concepción, que pareciera más dúctil al presente y sus amores que a la añoranza ilusoria de la mariposa bajo el nogal pretérito. Entonces, cuál es el tránsito al que nos invita el poema, cuál es la constelación que como madre engendra y como artífice —o espeluznante demiurgo— nos remite al origen, tratando de aspirar lo religioso, como hálito que engendra y percibe palabra en poesía, en el último aire que respiramos y recordamos de los muertos.
El parto, la partida de lo amado, la muerte del amigo, cerrar la puerta cuando se van las gentes y quedarse en el jardín ausente ya de ensoñaciones: así se vacía una mujer, antes de comenzar a contemplar sus manos que parecen, de asfixia, recobrar la escritura como rito infantil que funda la ilusión y clausura los destierros. Será ese el arte secreto, la artimaña, que esplende en la palabra en la que intuimos rictus religioso o parte del arte de quien ha sobrevivido como su abuelo paterno a la guerra y al exilio, como su abuela y su padre niño al naufragio de un barco, a la vida un día a la vez, entregada contra viento y marea a su destinación de mujer y de poeta.
“Que me vivo/ como un arte secreto. Y con mi estilo/ sobrevivo a otra noche”. Siempre resulta tentadora la posibilidad de sobrevivir(nos), aunque también resulte insoportable la mirada infantil frente a los hombres, que sin embargo los intuye o los asiste muertos. El arte secreto hace alianzas diurnas en una poesía noctámbula, se escribe “Alba” cuando se cierran los portones al atardecer, y un nuevo día que funda la sucesión de los poemas pretende refugiarse en los tilos que se enfilan más allá de los muertos, prestándole al recuerdo sus fragancias, para estallar al alma y no permitirle permanecer en la noche. Y ahí la égida: no en el bosque de la noche, no en el claro de luna, no en la elucidación de las estrellas; las noches conciben palabras y atraen de los muertos nebulosas que se resuelven, prístinas, en la luz ceremoniosa de los días.
Ahí se funda el homenaje. Pero se homenajea lo que se puede ver a través de los otros en sus sombras: la muesca, la talla, los bizcochos, arbitran una geografía silenciosa y de luz, para nombrar las oscuridades de lo íntimo. REVOLUCIÓN, dirá en mayúsculas, el más cercano de sus convites de memorias en su poema dedicado a Paco Urondo.
“Mejor/ los amores que dan hijos, las flores/ afiladas como navajas/ por la piedra amolar del poema. Hojitas/ para cortar el cordón umbilical. Para/ tallar con ellas/ a las hembras eternas.” La hembra brota de la vejez y persistente, y del hijo muerto, busca la parida nomenclatura de los espacios donde insertar el latigazo que permite ablandar las penas y embarazar al mundo.
Entre la sacralidad de lo diurno visible y la asfixia de los sueños, entre los partos engendrantes y la restitución al origen de la carne destrozada, entre la lluvia y el agua del fregadero, el universo se equilibra a sí mismo buscando su forma y su medida; sólo que no nos deja volver sobre su tiempo, a pesar de que su devenir nos involucra. Sin embargo el acto no deja de librarnos, de convocarnos a la humana tentación de hacer nombre de los bellos pasados y de la experiencia residual que nos aqueja. Entonces, el poema.
“Mas la muerte debe ser/ una suerte de cuna, de cama/ de lama, de mina/ que hace estallar el campo angustioso de la noche/ —Y a otra cosa/ falenita de lámpara”, dice Concepción Bertone.
Como si el día, concibiendo la noche, inventara los restos de recuerdo que permanecerán uncidos al carro salvador de las palabras, la poesía de Concepción, nos invita a recorrerlo en los restos que engañan a sus noches.
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Escritura e intensidad. Bertone revisa veinte años de producción en "Aria Da Capo".
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