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 domingo, 29 de abril de 2007  
Interiores: las armas del diablo

Jorge Besso

El viejo dicho popular nos recuerda tener mucho cuidado de dejar armas al alcance especialmente de los chicos por los accidentes fatales que pueden ocurrir, y que efectivamente ocurren. En definitiva la sentencia proclama que es preferible no tener en el hogar armas, aun ocultas, ya que también se oculta el diablo que hace que se cumpla su designio de muerte. Aunque es justo recordar que Chou, el asesino de la Universidad de Virginia, se sentía más habitado por Jesucristo que por el diablo al inmolarse luego de su reguero muerte.

   Son muchas las crónicas sobre la matanza en la universidad norteamericana, pero vale la pena detenerse en dos personajes que en principio no están en el centro del escenario de sangre. El dueño de la armería, John Markell, y su dependiente que vendieron al menos una de las dos armas, más 50 municiones de impacto preciso. No hay nada ilegal en los EE.UU. en la operación de venta, sino que las declaraciones que realizaron ambos para deslindar responsabilidades obligan a reflexionar sobre un hecho que tiene variados costados, y distintas aristas motivando análisis en todo el mundo.

   El dueño sentencia que los “europeos son incapaces de entender lo que pasa en este país”. Semejante imposibilidad equivale a como si alguien que no es madre quisiera explicar cómo se tiene un hijo. El armero para sugerir dice “que dejen de intentar entender cómo pensamos aquí”. Por si fuera necesario aclararlo nos recuerda que “este es un país de armas” para rematar su pensamiento con una frase cuya verdad se presenta como evidente: no matan las armas, sino las personas. Lo esencial de una evidencia es que no requiere demostración, como que no hace falta la más mínima prueba de que llueve si se está bajo la lluvia, con lo que la evidencia se funde con la obviedad. A este orden de verdad (supuestamente) pertenece la frase del armero dado que si las armas son una creación del hombre sólo pueden cumplir su cometido si su portador así lo decide.

   Entre los seres vivientes, el humano con toda evidencia es el más creativo y el único que merece verdaderamente ese calificativo. Bien mirado no hay evidencias de las creaciones divinas, en cambio sí las hay de las humanas, al punto de no necesitar de ninguna prueba, ni demostración. Los humanos son capaces de creaciones imperecederas y a la vez de creaciones mortíferas, instrumentos de destrucción que prueban la capacidad infinita de la imaginación. Las armas son quizás el ejemplo más espectacular de la industria humana para el mal, y la ausencia de responsabilidad más absoluta al respecto: los fabricantes no son responsables, los países exportadores de armas no son responsables, los países compradores tampoco lo son, ni claro está, los vendedores de armas legales o ilegales. Salvo en caso de guerra, sólo pueden ser responsables de hacer cumplir el fin para el cual han sido fabricadas aquellos que aprietan el gatillo para que se produzca en el acto lo que toda arma es en potencia: una portadora de muerte.

   Como se sabe, tanto como se olvida, los objetos ocupan un lugar más que preponderante en la vida de los humanos, y siempre cabe la pregunta de que si los objetos tienen la vida que le da el usuario, o si acaso tienen una suerte de vida propia a partir de su diseño final. Un auto diseñado y fabricado para altas velocidades transforma al sujeto que lo conduce y produce una metamorfosis muy especial: el conductor, que vendría a ser responsable, es en realidad una especie de objeto sujetado al vehículo que ya no puede ni quiere pensar al estar confundido su cuerpo con la máquina, inmersos en el vértigo de la velocidad que lo aleja de las limitaciones que impone la circulación normal. Resultado: un viaje a la omnipotencia. Potencialmente fatal. A su modo y a su turno, las armas resultan ser un objeto más que seductor, fascinante en todo tiempo y lugar componiendo una belleza fálica generalmente portada por masculinos que indexan su masculinidad, o aun por femeninos que se apuntan al club. La fascinación de un arma va más allá de la que puede producir cualquier objeto. En la embriaguez de la fascinación que produce, la omnipotencia de un individuo no tiene límites. En el sentido de que el portador de un arma va perdiendo decisión de forma tal que el sujeto se vuelve un objeto de su arma. El mismo día de la tragedia de Virginia, que ocupaba todos los titulares de los medios del mundo, se reseñaba en algún apartado que en Irak morían 160 personas, una trágica y estúpida costumbre de todos los días. En un mundo donde los objetos progresan a una velocidad creciente siendo cada vez más inteligentes, y los sujetos son cada vez más descartables cabe preguntarse: “¿Si las armas las carga el diablo, podrá Dios desarmar a la humanidad?”

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