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domingo,
04 de
marzo de
2007 |
Viajeros del tiempo
Rosario 1905/1910
El policial del día. Sentados ante una mesa en un rancho, dos hombres, padre e hijo, ingieren uno tras otro grandes vasos de la mortífera caña criolla. Una mujer, la esposa del viejo y madre del joven, los contempla a corta distancia con mirada compasiva. Ellos siguen entregados a sus libaciones. Hablando, discutiendo. Están ebrios. El respeto ha desaparecido. Ya no hay padre ni hijo: hay dos hombres con los cerebros recalentados por la ardiente bebida. Sus espíritus están muertos y no vive en ellos más que la materia de dos seres poderosamente excitados hacia el mal por el veneno universal. En sus miradas, en sus ademanes y en sus palabras todo hace adivinar la incubación de una tormenta próxima a estallar. Y estalla. Existen resentimientos de vieja data. De pronto, el joven se lleva la mano a la cintura. El viejo ve el ademán pero, como no tiene armas, trata de huir. Y este miedo será su perdición. Su hijo se dirige hacia él con el paso vacilante de los borrachos y lo toma de las ropas con la mano izquierda, mientras con la derecha le hunde varias veces en el estómago el acero parricida. Hiere cada vez con más saña, doblemente borracho por el alcohol y la sangre. La mujer pega un grito angustioso y se interpone entre ambos, salvando a su marido de una muerte segura. La borrachera del muchacho desaparece como por encanto, arroja el arma y huye. Huye como debió de haber huído Caín después de matar a su hermano Abel. Junto a la enramada del rancho queda una mesa vacía, los bancos desparramados y las botellas y las copas rotas tiradas en confuso montón en el suelo. Junto a ellas hay un hombre desangrándose y una pobre mujer, arrodillada junto al cuerpo del compañero de su vida, derramando amargas lágrimas de desesperación. Poco después, cuando interviene la policía, el herido va al hospital y el heridor a la cárcel. Y la infeliz mujer se queda sola cuidando el rancho, con la mirada perdida en el cielo como un reproche mudo hacia el Dios en que ella cree y que ya no supone inefable, porque con su infinito poder no pudo evitar lo inevitable. Escenario del drama: Belgrano (Mendoza). Protagonistas: Patricio Vargas (el padre), Daniel Vargas (el hijo) y Petrona Díaz de Vargas (la esposa y madre).
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