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 domingo, 04 de marzo de 2007  
Interiores: prejuicios

Jorge Besso

Las sociedades acumulan prejuicios en todas las latitudes y sería más bien imposible tener un listado de todos los preconceptos y prejuicios de una sociedad dada. En este sentido, las mujeres han sido y son un blanco de un cúmulo de prejuicios de funcionamiento asegurado ya que brotan espontáneamente de la lengua y del alma de la gente. Bien mirado, nadie está libre en su interior de toda una caterva de pensamientos congelados que a la primera ocasión se endilgan al otro sin el menor miramiento, es decir sin mirarlo verdaderamente, como para reparar que en realidad ese otro denostado es distinto a lo que se creía como consecuencia del ejercicio de la ceguera.

    Una definición clásica concibe al prejuicio como una opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, de algo que se conoce mal. Vale la pena detenerse sobre los ingredientes fundamentales del concepto: *opinión previa y tenaz *desfavorable

*de algo que se conoce mal.

   No se puede dudar que el prejuicio representa un mal conocimiento, que como consecuencia lleva a una valoración desfavorable, todo conformando una opinión necesariamente previa al encuentro con cualquier algo o alguien, capaz de hacer emerger la pasión prejuiciosa de la que hacen gala en tantas ocasiones los humanos con relación a los extranjeros en general, los negros, los judíos, los del norte respecto a los del sur, según en qué punto cardinal se impacte el prejuicio sobre alguien, y demás figuras en las que se encarne la discriminación. Y, claro está, las mujeres que suelen padecer las cuatro valoraciones cardinales en cuatro puntos que colisionan: si son feas es un problema, sin son muy lindas también. Si son inteligentes son un peligro y si supuestamente no lo son, entonces no son tenidas en cuenta.

   Los prejuicios son de todos los tiempos y todos los lugares con un peso enorme en todos los centros y rincones de la vida cotidiana ya que representan un conglomerado de pensamientos congelados, acríticos y no reflexivos, que a su vez nos piensan y nos determinan, sin darnos demasiadas oportunidades de advertirlo, ya que los tomamos como si fueran verdaderamente una creación o una conclusión nuestra, producto de alguna experiencia o elaboración.

   Lo contrario tal vez pueda ser cierto: una mala experiencia bien puede ser producto del prejuicio. Los prejuicios son una auténtica construcción social en la mayoría de los casos sin un autor definido o identificable, por tanto construidos por autores anónimos, un colectivo invisible pero muy poderoso, responsable de la fabricación de lo que el psicoanalista y pensador C. Castoriadis llama las Significaciones Imaginarias Sociales (SIS). La palabra “imaginarias” no debiera llevar a una confusión que, todo hay que decirlo, sería más que legítima: en nuestras cabezas occidentales y racionales lo imaginario es lo opuesto a lo real. Si no lo puedo tocar, ni lo puedo apresar, entonces no es parte de la realidad. Sin embargo si pudiéramos acercar una poderosa lupa sobre la tan mentada realidad podríamos ver que está plagada de imágenes que a su vez inundan la psiquis, tanto como la psiquis es capaz de impregnar la famosa realidad, que quien más quien menos se jacta de conocer y de citar a su favor. Esta impregnación recíproca entre la psiquis y la realidad da como resultado los múltiples e infinitos significados que conforman tanto los prejuicios como los valores de que nos valemos para pensar y opinar. Esta particular ensalada de prejuicios y valores divide y organiza a los humanos, en el sentido de cada uno de los humanos, en dos partes o registros: como seres pensantes, como seres pensados.

   Como seres pensantes tenemos la oportunidad de reflexionar sobre nosotros mismos en tanto seres pensados: como individuos que somos, en rigor muy poco “individuales”, ya que somos fabricados por la sociedad y los poderes que la determinan. Es decir sobre los prejuicios que nos habitan y nos configuran de tal forma que apenas nos topamos con el objeto del prejuicio, los pensamientos congelados, muchas veces agazapados, encuentran la ocasión de salir con el resultado de que en muchas ocasiones nos hacen desconocer al otro (el o ella).

   Un ejemplo clásico: las mujeres son todas iguales. Seguramente uno de los prejuicios más remanidos con relación a ellas. Con el riesgo siempre presente de volverlo a escuchar. O lo que es peor, ser uno mismo el que lo recite, inadvertidamente, o sangrando por la herida, recurriendo en este caso a otra voz del refranero en un imaginario diálogo entre refranes. ¿Quién será el autor de la sentencia?. Nombre, paradero y domicilio desconocido. Es lo que se conoce como el colectivo anónimo. Tan invisible como real.

   En estos días en Madrid, con motivo del Día Internacional de la Mujer, hay una exposición de chistes de dibujantes de distintos países. En una notable viñeta aparece una mujer en una punta y en la otra un hombre, ambos en las entradas de un Gran Laberinto que los separa. Buena parte del laberinto de la incomunicación son prejuicios que el amor y la amistad pueden sortear. Eso si logran disolver la tenacidad prejuiciosa.




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