Año CXXXIX Nº 49312
La Ciudad
Política
Información Gral
El Mundo
Opinión
La Región
Policiales
Cartas de lectores
Mundo digital



suplementos
Ovación
Señales
Escenario
Economía
Turismo
Mujer


suplementos
ediciones anteriores
Salud 29/11
Página Solidaria 29/11
Turismo 26/11
Mujer 26/11
Economía 26/11
Señales 26/11
Educación 25/11
Estilo 18/11
Chicos pero grandes 11/11
Autos 26/10

contacto
servicios
Institucional

 domingo, 03 de diciembre de 2006  
[Anticipo]
Historias detrás de los muros
Lejos de los prejuicios, "Corazones cautivos" (Aguilar), de Marta Dillon, reúne crónicas de notable intensidad sobre la vida de las internas del penal de Ezeiza

Marta Dillon

La habilidad para escribir tiene un gran valor de cambio. Una carta de amor para un destinatario invisible y hasta desconocido se puede convertir en cigarrillos, leche, pastillas o una promesa de protección. Las cartas viajan con los paquetes que llevan las presas que visitan otro penal, con las visitas que llegan a Ezeiza y también por correo cuando la persona elegida ha llegado a consignar nombre y dirección

-Pongamos las cosas en claro -dice la santiagueña enfocando el negro de sus ojos directo a los de su marido- yo con mi compadre siempre me vi, y si me viene a visitar mejor para mí, porque quiere decir que es mi amigo. Si no te gusta lo lamento, somos gente grande, che. Si estoy con vos es porque quiero.

-Sos mi mujer.

-Me casé con vos, pero no soy de nadie.

-Al final yo soy el último pelotudo que se entera de lo que todo el mundo sabe.

-¿Y yo, qué? ¿Me querés decir por qué mierda estoy presa?

-Lo sabés perfectamente, Raimunda, nos hicieron una cama. ¿O vos creés que a mí me gusta esta historia? Yo la paso mucho peor que vos.

-¿Y vos qué sabés cómo la paso yo?

El enojo parecía haberse aplacado de golpe. En cambio, quiso darle un abrazo que Raimunda esquivó antes de pararse desoyendo los ruegos de su marido para que se quedara donde estaba, para que no hiciera quilombo. Al final, él también se paró y empezaron un paseo corto. Ella no quiere echarle en cara lo que están pasando, pero tampoco quiere que la jodan. No puede pretender que las cosas sigan igual cuando están cada uno en un penal y sus hijos arreglándoselas solos ya que entre todos sus parientes no había uno que les pudiera dar una mano. La mayoría se había borrado, el hermano de Raimunda se había vuelto a Santiago y los únicos primos que al menos llamaban para ver cómo estaban los chicos, no tenían un peso.

Y con todo, los chicos se las habían arreglado bastante bien. Aunque Raimunda creyó que se iban a morir sin ella, se cuidaron unos a otros, todos siguieron en la escuela y hasta lograron que el trabajo del segundo se fuera ampliando a los que seguían. Entre los tres mayores atienden ahora un kiosco de diarios y dicen que no necesitan gran cosa. Pero Raimunda sabe que Federico ya no va a las clases de magia, a pesar de que ese es su gran sueño, convertirse en mago. Y que la de 6 llora a la noche y se pasa a la cama de su hermana mayor.

-Vos hablás de los chicos porque a vos te escriben, a mí no me contestan nunca -se queja él-.

-Yo no les pido nada. Hace nueve meses que no veo a mi gordita y no pido nada, dejate de joder que bastante están haciendo.

Hablaron fuerte ese día, pero no llegaron a pelear. Comieron en silencio las tortillas de papas y un bizcochuelo que había hecho él, con cascaritas de naranja. Después del almuerzo, él armó la carpa y Raimunda se metió con gusto en esa sombra aplastante de menos de un metro de alto. Necesitaba una reconciliación. Fue rápido, pero se quedaron abrazados un rato antes de emerger otra vez a la luz del patio para caminar en redondo como en una plaza de pueblo chico, tomados del brazo, saludando a otras parejas con las ínfulas de un respeto algo sobreactuado. En la calle, todos se tutearían. En este patio se tratan de usted.

Tal vez llegue un día en que los hijos de ambos les reclamen lo que tuvieron que pasar, el despelote en que se transformó la casa, los días que tuvieron que comer arroz solo, las preguntas que no podían contestar los mayores a los más chiquitos. Pero nadie sabe tampoco lo que los padres pasaron, cada uno en su encierro. Eso es imposible de transmitir. Antes de despedirse, después de haber hecho planes para cuando salgan, de haberse acordado de los primeros días que pasaron juntos, cuando apenas eran adolescentes aunque Raimunda ya parecía una mujer madura, ella sacó la carta de Sonia y le dio las instrucciones precisas para que llegara a su destinatario. Los dos hacían fajina en la cocina, no podía ser tan difícil. Además, el primero en sugerir el nombre fue el marido de Raimunda, el pobre pibe quedó tirado y necesitaba una ilusión. Eso había dicho él, le recordó Raimunda. Y él, sin una palabra, la guardó en su media; no quería que la requisa se la llegara a confiscar.

De vuelta en el móvil, después de cinco horas de visita, Raimunda se anima a tomar en sus brazos encadenados el bebé de una chica de la 31, la Unidad donde están las madres. Su gordita más chiquita ya no se debe dejar alzar como antes. Debe ir al jardín, con el pintorcito rosa de su hermana.

Si tuviera que pedir un deseo pediría volver a casa. Pero una punzada de miedo sube por su panza. ¿Y si los chicos ya no quieren que ella vuelva? A veces se imagina que toca el timbre y no la reconocen, o que le dicen que ya no la necesitan. Ese es el fantasma que le quita el sueño, que la obliga a abrir los ojos en plena noche aunque se acueste muerta de cansancio.

De todos modos, si le dieran la posibilidad de pedir un deseo y que se cumpla, pediría volver a casa.

En Marcos Paz, el marido de Raimunda resistió toda la noche la tentación de abrir la carta que su mujer le había dejado para el compañero de fajina. La curiosidad mata al gato, dicen, pero no era una figura muy apropiada para usar. En ese lugar gato es la jerarquía más baja posible, eran como las mujeres del pabellón en todos los sentidos imaginables, gatos para limpiar, para cocinar, hasta para poner el culo si a algún poronga se le ocurría. A él le daba bronca tener que convivir con esos arruinaguachos que eran capaces de empastillarlos para poder cogérselos sin resistencia. Y después los pibitos ya no servían para nada, arruinados quedaban, arruinados por dentro. Por eso él había buscado una mujer para su compañero, ser paria y pendejo era una situación de riesgo. Pero ahora que tenía la carta en la mano se moría por saber que había dentro. Por momentos fantaseaba con que era su mujer la que le estaba escribiendo a otro, o mandando algún mensaje; no es sencillo estar aislado, las horas de visita que tenía cada quince o treinta días no eran suficientes para adivinar en la cara de Raimunda si algo raro estaba pasando. Que ella estuviera tan presa como él no terminaba de darle seguridad, ¿o no había recibido visitas sin consultarlo? El no era ningún gato, la curiosidad no lo podía ganar.

Al día siguiente volvió a encanutarse la carta en la media y se la pasó a su compañero. Intentó relojear mientras el pibe la leía abrazado al palo del secador de pisos.

-¿Y, flaco? ¿Qué te dicen?

-No, pará, no te puedo contar. Son cosas privadas...
enviar nota por e-mail
contacto
Búsqueda avanzada Archivo


Ampliar FotoFotos
Ampliar Foto


Notas Relacionadas
Instantánea


  La Capital Copyright 2003 | Todos los derechos reservados