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 domingo, 12 de noviembre de 2006  
Donde vive la generosidad

Llegar de vacaciones a Calabria es encontrarse con viejos valores que esa región no ha perdido. El principal es la generosidad de su gente. La apertura de los calabreses hacia quien viene de afuera no es una leyenda, sino un modo de revelarse contra quienes equivocadamente creen que no podría destacarse.

Las playas que cincuenta años atrás eran un mundo escondido al pie de las montañas, a orillas del Tirreno y del Jónico, hoy están entre las más cotizadas de Italia.

Los valles salvajes del Aspromonte donde nadie jamás había pisado las alfombras de margaritas se convirtieron en un parque nacional, y el bosque de la Sila, un extraordinario altiplano de 2.500 kilómetros cuadrados, a una altura promedio de 1.200 metros, conserva intactas las paredes rocosas esculpidas por el viento y el agua. Un paraíso de flores de mil colores y verde de árboles en verano y, en invierno, un centro de esquí al estilo suizo. Definitivamente, el mar y la montaña, el sol y la nieve son parte de lo mismo.

Tres son las ciudades que sobresalen por su historia o importancia administrativa en el mapa de Calabria. Son Reggio, Catanzaro y Cosenza, cada una con sus propias apuestas para el siglo XXI.

Cosenza tiene el patrimonio de la cultura y una moderna universidad a sus puertas; Catanzaro es capital de la región y centro, por lo tanto, de la vida institucional (además de ser la ciudad con el más alto índice de abogados de Italia); Reggio abandonó el sueño industrial de los años 70 pero espera convertirse en el centro comercial que le asigna su posición central en el Mediterráneo. Fue una ciudad importante de la Magna Grecia, luego municipio romano, ciudad bizantina, centro privilegiado de la Calabria aragonesa y finalmente objeto de la codicia de los piratas turcos.

Cada época dejó su huella, desde las ruinas de los muros del siglo IV hasta las termas romanas, un pequeño teatro grecorromano y un castillo normando.

Uno de sus tesoros más grandes, sin embargo, llegó inesperadamente del mar: los Bronces de Riace, conservados en el Museo de la Magna Grecia. Son dos estatuas imponentes de bronce descubiertas de casualidad, a pocos metros de la costa y encalladas en las arenas del fondo, por un buceador aficionado.

Conforman un misterio de la historia. Representan a dos héroes o dioses de cuerpos imponentes, de tamaño natural, moldeados en metal pero con detalles de plata, cobre y marfil, que tal vez por un antiguo sortilegio emanan un extraño magnetismo capaz de movilizar en lo más íntimo a quien los mire.
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