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domingo,
05 de
noviembre de
2006 |
Italia
Lago de Garda: naturaleza hecha paisaje
Agua, montañas y cultivos, protagonistas de un destino turístico singular
Daniel Molini
Es muy difícil resistir, cuando uno transcurre por la autopista A 4 que une Milán con Venecia, la atracción que ejercen ciertas señales de tráfico, indicando con flechas que se curvan un montón de salidas hacia la zona del lago de Garda.
Los reclamos comienzan pronto. Ni bien se parte de Brescia, en dirección oeste, aparecen los primeros desvíos que conducen a Desenzano.
Uno ya lleva un rato viajando, y sabe perfectamente que su meta es Padua, ciudad a la que persigue con los deberes hechos: conocimiento del itinerario, vigilancia con celo de los carriles en dirección oeste, y una trayectoria recta, como si esa rectitud fuese una virtud moral.
El mapa, cumpliendo su obligación, va dictando los kilómetros que faltan para llegar al destino previsto, pero de pronto los carteles arrecian, como si estuviesen aliados al color azul que tiñe la cartografía, haciendo inevitable la pregunta: "Ya que estamos tan cerca, ¿qué te parece si pasamos por el lago?"
No hace falta respuesta, en realidad no hacía falta pregunta, porque el coche se orienta por sí mismo hacia el norte, en busca de esos horizontes muchas veces imaginados, muchas veces cantados, muchas veces reflejados en las películas.
Y el conductor, sabiendo que debería estar en un lado asume que está en otro, complacido, sin remordimientos, porque lo que se abre ante sus ojos promete: el lago de Garda, el mayor espacio lacustre de Italia.
El espejo de agua, que refleja casi 400 kilómetros cuadrados de luz, incursiona en varias provincias y sus márgenes, cuando se hacen costa, mutan en caminos y referencias que invitan ser descubiertas.
Así, de norte a sur y comenzando por la ribera del oeste, se suceden: Desenzano del Garda, Manerba del Garda, San Felice del Benaco, Saló.
El visitante comienza a hacer cábalas para ver qué pueblo aborda y cual deja para otra ocasión, y es posible que, recreándose en la duda, intente desentrañar secretos o evocaciones en los topónimos, que se mezclan con otros conforme avanza: Toscolano, Gargnano, Campione, Limone Sul Garda.
La elección se hace difícil, pero la suerte está de su lado porque el encanto parece concentrado en áreas pequeñas. Los poblados, amables, singulares, no se agotan: Riva del Garda bien al norte, y luego, siguiendo el sentido de las agujas de un reloj que parece empeñado en devolvernos al sitio de origen, Malcesine, Garda, Bardolino, Peschiera del Garda.
No tarda mucho el paisaje en hacernos prisioneros, aliado como está de guardianes de enjundia: Alpes al norte, llanura padana al sur; belleza desparramada por todos los puntos cardinales, y en el centro de la duda nosotros, debatiéndonos en que trozo de agua recibiremos el bautismo de Garda.
En Desenzano y Saló nos detenemos, iniciando un ejercicio de paradas y asombros que duraría todo el día. Cipreses, cedros, olivos, vides y cítricos, encendidos en las laderas como ornamentos, incorporan interés a un dibujo de piedras y agua. Cientos de barcos pequeños se encargan de agregar color a una transparencia que se nutre gracias al río Sarca.
El lago y su zona podrían ser un riguroso manual de geografía: colinas, ríos, montes, valles, islas, bahías, e incluso una diminuta península donde explota la atención: Sirmione, cuya fama proviene de lejos.
"Sirmione. Alégrate otra vez por la vuelta del dueño / y alegraos también vosotros, Lidias del lago, / y todo lo que hay de risueño en mi casa", escribió el poeta Cayo Valerio Catulo, en tiempos en que el siglo estrenaba el número I.
Saló es un conjunto histórico con plazas tranquilas, espacios abiertos y oferta gastronómica, que aún recuerda la estancia del Duce dictador, quien llegó buscando refugio cuando ya era tarde y toda la tragedia estaba escrita.
A veces los sitios completan su fama gracias a personajes célebres. La región del Garda no es ajena a esta costumbre -que no necesita- de parecer más notoria gracias a visitantes o moradores ilustres. Algunas villas advierten los pasos seguidos por escritores como D'Annunzio, Kafka, Joyce o Ezra Pound.
Gargnano no es ajena a este reclamo. Lo que se admira es tan bonito, tan impresionante por sí mismo, que no necesitaría recurrir a literatos que le agreguen adjetivos; pero la tentación es grande.
"¿Conocés el país donde florecen los limones y en el oscuro follaje destellan las naranjas y una tenue brisa sopla desde el cielo y el laurel y el arrayán se elevan serenos? ¿Conocés ese país? ¡Allí, allí, quiero, mi amor, contigo ir!" escribió Goethe, sin necesidad de obtener respuesta porque la estaba viendo frente a sus ojos: Limone sul garda.
Omnipresentes limones, al lado del lago, en huertos, en jardines, metamorfoseado a bebida, recreados en cerámicas amarillas que encandilan, incluso como señas de identidad y numeración en los frontis de casi todas las casas.
Los folletos turísticos recomiendan visitar el lago de Garda en septiembre, cuando la temperatura es más benigna y los viñedos están preñados de frutos. Los lugareños huyen del frío, y retoman la temporada allá por abril, cuando la Pascua anuncia el inicio de un nuevo ciclo de visitantes, atraídos por los paisajes, la gastronomía y, como en nuestro caso, la curiosidad.
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Los folletos turísticos recomiendan visitar el lago de Garda en septiembre, cuando la temperatura es más benigna.
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