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 domingo, 05 de noviembre de 2006  
Brasil
Río, la ciudad más bella que la sonrisa

Jorge Salum / La Capital

Tenía razón aquel hombre que dijo: "Río de Janeiro es la única ciudad que no ha logrado expulsar a la naturaleza". Era un diplomático extranjero que después de vivir en la capital histórica de Brasil ya no quería que lo destinaran a ninguna otra, no importa dónde fuera.

El forastero comprueba la veracidad de esa sentencia cuando todavía no ha puesto los pies sobre sus calles y sus playas, mientras el avión apunta la nariz hacia la pista del aeropuerto António Carlos Jobim y, a la derecha, un poco hacia adelante, comienza a reconocer por las estrechas ventanillas, todavía desdibujados por las nubes y el smog, los grandes íconos de esa cidade maravillosa: los morros, las bahías y el mar. Y allí, entre los intersticios que dejan sus formas caprichosas, como si fuera parte de la naturaleza, una urbe que se integra a ella para crear, entonces sí, una postal que no reconoce parecidos en el planeta.

Hay que ser un poco poeta para contar esta ciudad que enamora al instante. Hay que ser como el propio Jobim o como el genial Vinicius de Moraes. Y hay que tener música en el cuerpo. La música, en especial el samba, está en la sangre de los cariocas, es parte de su naturaleza, uno de sus genes distintivos. Está en el aire, en la gente, en las calles, en la vida misma. Podría definirse a Río como la ciudad de la alegría. No sería un exceso sino un acto de justicia, acaso o mais grande homenagem a sus más de 12 millones de almas.

Ya en tierra, el viaje desde el aeropuerto Jobim hacia el centro refuerza metro a metro la idea de que el viajero no ha llegado a una ciudad como cualquier otra. La bellísima bahía de Guanabara, el majestuoso Corcovado y su Cristo Redentor, el interminable puente a Niteroi, el Pan de Azúcar y el histórico Maracaná, además de sus célebres playas, son sólo las referencias más emblemáticas y reconocibles de Río.

Porque la verdad es otra: la belleza y el encanto más profundos de esta ciudad están también en una infinidad de detalles urbanos, arquitectónicos y naturales imposibles de enumerar. Para el visitante, descubrir esa riqueza infinita, ese menú inagotable de lugares que merecen su propia postal, resultará un ejercicio fascinante y no acabará nunca, no importa cuánto tiempo se quede.

Quien llega a Río sabe a dónde llega. O eso es lo que creerá hasta recorrerla. No hay nada que resulte exactamente como el turista lo había imaginado o como se lo habían contado. Porque una cosa es proyectar una imagen sobre la Copacabana que describen los catálogos o quienes ya estuvieron allí antes, y otra muy distinta es pararse ante la bahía, en cualquier punto de la avenida Atlántica, y dejarse seducir por todo lo que abarcará la mirada.

Allí están el Copacabana Palace, aquel histórico edificio frente a la playa donde durmieron los Rolling Stones y tantos otros famosos del mundo. Allí están también los fastuosos hoteles de las grandes cadenas internacionales, alineados frente a la praia más famosa del mundo, ante un mar amable y montañas que parecen diseñadas por un urbanista genial, en un arco perfecto de cuatro kilómetros y medio que la vista termina de recorrer cuando finalmente se posa sobre el Morro do Leme y, más atrás y por encima de éste, sobre el Pan de Azúcar. Bellísima de día e irresistible de noche, Copacabana es definitivamente un lugar mágico.

Claro: algunas de las sensaciones que se experimentan ante esa vista imponente se repetirán en muchos otros lugares de Río. En Ipanema, sin ir más lejos. Por alguna razón, que parece invisible pero está ahí, este enclave carioca tenía que ser el lugar que inspiró la canción más célebre de Brasil, la inmortal "Garota de Ipanema". Y no fue sólo por las garotas, claro.

Más allá de las exageraciones tan típicas de los brasileños, no será difícil comprender, una vez que se estuvo allí, que la fama de esas playas apretadas entre el mar esmeralda y las sierras azules proviene de su belleza, por supuesto, pero también de cierta mística, de algo que está allí, y parece que sólo allí, que conquista el corazón del turista.

Y todavía quedan Sao Conrado, y Tijuca, y las playas que se extienden hacia el oeste en una sucesión que parece como si hubiese sido planeada por alguien: Recreio dos Bandeirantes, Prainha y Grumarí. Dicen que no hay mejor lugar en Río para apreciar el color, la brisa del mar y las caprichosas formas de las montañas.

Sao Conrado es un barrio pequeño, rodeado de morros, una pequeña ciudad dentro de la gran ciudad, algo así como el paraíso para los amantes del ala delta, que se lanzan desde Pedra Bonita, a 693 metros, y acaban en la playa Pepino, allá abajo, frente a la avenida Prefeito Mendes de Morais y el hotel Intercontinental.

Y Barra da Tijuca es otra ciudad, todavía más amigada con la naturaleza, más asociada a ella, como si entre ambas fueran una sola cosa. Barra da Tijuca es la Río verde, un santuario con tesoros irresistibles y una playa interminable de... ¡18 kilómetros! La playa de la mozada, dicen los cariocas. O melhor y o mais grande, como les encanta presumir a los brasileños.

Vale la pena detenerse en el centro histórico de Río, en Lapa y Santa Teresa. Lapa, un área comparable al San Telmo de Buenos Aires, por sus casonas viejas y sus callecitas angostas, pero rodeadas por la presencia imponente de las moles que ocupan las grandes multinacionales, ha recuperado por estos días el esplendor de otros tiempos, el que tuvo en las primeras décadas del siglo pasado y la encumbró como una referencia.

El downtown de Río ha vuelto a ser otra vez el punto neurálgico de una movida cultural que moviliza a los cariocas y convoca a turistas de todo el planeta. En ese barrio, que por décadas fue una de las caras desechables de la ciudad, que recuperó edificios derruidos y les atribuyó una nueva dimensión, ahora ocurren algunas de las buenas cosas que pasan en la cidade.

Abundan los bares y restaurantes temáticos, establecimientos donde el espectáculo y la gastronomía, el arte y la diversión convocan a una bohemia que hasta no hace mucho parecía desterrada y que hoy bulle en cada rincón, todos los días de la semana, hasta que el fin de la noche comienza a convocar para la otra gran movida carioca, la del sol y la playa.

Así es Río de Janeiro, cuyo mayor encanto probablemente resida en su espíritu abierto y convocante, en su alma generosa y predispuesta para ofrecer al visitante aquello que espera de ella, no importa de dónde provenga ni qué es lo que busque, por sofisticado que parezca. Una ciudad que abraza, seduce, acaricia y conmueve, pero que también intimida y amenaza. Una ciudad que permite soñar y que hace realidad cosas que sólo parecen sueños.

La ciudad del samba y el carnaval, la cachaça y la cerveza, el fútbol y los recitales en la playa, los grandes museos y las enormes favelas (¿en qué otro lugar podrá asumirse una gigantesca villa como un atractivo urbanístico, eso sí, vista desde bien lejos?), los teatros y los cabarets. La ciudad de Flamengo y Fluminense, de mulatos y garotas, de los artistas de culto y las escolas de samba, de Caetano Veloso y Clarice Lispector, la cuna del bossa nova. La ciudad del sambódromo, la Nochevieja en Copacabana, Romario y el arquitecto Oscar Niemeyer (el hombre que diseñó Brasilia). La ciudad del Comando Vérmelho, el cartel de narcos más poderoso incluso que la Polícia Militar, y de Rocinha, la favela más grande -cuándo no- de Latinoamérica. La ciudad de los excesos, la ciudad de la que nadie se marchará indiferente.

No sólo tenía razón el diplomático extranjero cuando dijo que Río es la única ciudad que no logró expulsar a la naturaleza. También la tenía aquel hombrecito que nació en Vila Isabel y desde allí se proyectó como uno de los grandes músicos y poetas cariocas. Se llamaba Noel Rosa y, entre muchos otros, escribió este verso maravilloso: "La ciudad más linda que la sonrisa". Qué síntesis más perfecta.
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El Pan de Azúcar. Morros, bahías y mar son los íconos de una ciudad única.

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