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 domingo, 05 de noviembre de 2006  
Vida de empeño y final desolado de un padre y sus hijas adolescentes
El Gringo Angeleri trabajó hasta dos horas antes de morir. Tenía otra nena, de 7 años, que vive con sus abuelos

Hernán Lascano / La Capital

Treinta y seis horas después de la tragedia el olor a hollín se percibe desde media cuadra. En el último dormitorio es todavía tan penetrante que crepita en la nariz y perturba el paso. Junto con el polvo renegrido que se desprende de los placares chamuscados, de la madera que revestía el comedor, del cielorraso que se vino a pique dejando a la vista el ladrillo desnudo, lo que flota en el aire es otra cosa. Que tiene que ver con el esfuerzo, los berrinches, la alegría corajuda y la voluntad de armarse la vida de una familia normal. Algo que ahora, como el humo que traspasa las paredes, es silencio y puro recuerdo.

El jueves a la noche hubo fecha del torneo de fútbol de salón en el club Horizonte. El Gringo Angeleri se quedó hasta tarde atendiendo a los pocos parroquianos que ocupaban las mesas de billar de la sala de juegos. Mariu y Fer, sus hijas, cenaron allí. Se la pasaron de ida y vuelta entre el gimnasio y el portón enrejado de la vereda de Suipacha al 1400. Para ellas el club donde crecieron era algo no menos cotidiano que el colegio, el punto de cita con los amigos de la adolescencia, el lugar donde esperaban a su padre hasta que él cerraba la puerta vidriada del bufet del primer piso. Ese día se hizo tarde. Recién a las 2, ya viernes, el Gringo y las nenas salieron a la calle. Caminaron tres cuadras, entraron al corredor de Callao 1457 y se metieron en la cama.

Menos de tres horas más tarde los bomberos los sacaban inmóviles del departamento. Decenas de vecinos que se reponían mal del estupor habían mirado la escena horrorizados. En la casa imperaba el fuego y varios de los habitantes del pasillo habían vivido la impotencia de saber que sus vecinos estaban adentro. No hubo milagro.


La casa al hombro
Los Angeleri cumplían cada día su rutina como ajustándose a los pasos de un manual. Ricardo, el Gringo, de 41 años, se levantaba antes de las 7 para ir a tomar los trámites de un gestor de automotores con el que trabajaba. Les ponía el despertador a María Eugenia, de 15, y a María Fernanda, de 13, los días que tenían a educación física. Ellas salían de la cama y preparaban el desayuno. A los apurones él regresaba a mediodía para cocinarles algo, en el medio iba en su Fiat 125 hacia el club Horizonte para encender la máquina del café y volvía a almorzar con ellas. A veces a Mariu le tocaba preparar la comida y a Fer darle alguna mano. A la tarde las dos iban al colegio. Y él al club hasta la noche.

La mamá de las nenas se marchó de la casa a poco de nacer Fernanda. Ya no tenían contacto con ella. Sí con una tía, hermana de la mujer, que las quería mucho. Desde entonces el Gringo se cargó la casa al hombro y crió a sus hijas en soledad. No tuvo respiros ni, dicen, tampoco quejas. Siempre puso el lomo para ganar el mango, aunque pusiera lo que pusiera jamás llegó en abundancia. Se había empeñado mucho para festejar los 15 de Mariu. Pero lo logró y entonces hubo fiesta el 12 de agosto pasado en la cantina La Cautiva. El bar que hacía unos años atendía en el club no reportaba mucho pero él, dicen sus compañeros, era empecinado.

Y sólo así se explica que haya soportado la adversidad con un carácter que sus vecinos y compañeros de trabajo hoy exaltan. Hace siete años el Gringo tuvo una relación con otra mujer. Y de ella nació su tercera hija, Abril, que tiene 7 años. Tampoco ella tiene una vida desahogada. Vive con sus abuelos maternos porque su madre, que se enfermó, murió a principios de este año. El Gringo quería que su nena viviera con él. Abril iba a dormir todas las semanas a la casa de calle Callao, donde tenía los mimos de sus hermanas mayores y las bromas de su viejo. Ayer estaba previsto que pasaran el día juntos. Hasta ayer sus abuelos no habían encontrado ánimo para contarle lo que pasó.


El libro que se salvó
En una franja sobre el zócalo de la pieza de las chicas asoma un rastro mínimo de pintura verde sobre la inmensa pared tiznada. Hay una cama cucheta y en la inferior está sentada Ana Angeleri, única hermana de Ricardo, tía de las nenas. Estuvo todo el sábado sola levantando escombros. Las hojas desprendidas del diccionario, las carpetas del jardín de infantes, un celular que no funciona, el tarro plástico de la ropa para lavar, una plancha, todos tristes pellejos de vidas marchitas.

Todo ardió en la habitación de Ricardo. Aunque en la mesa de luz, extrañamente intacto, está "La trama secreta de Malvinas", el libro que estaba leyendo. "Mi hermano fue un tipo al que todo le costó mucho. El abandono de la madre de sus hijas, la crianza de la nenas, todo fue duro. Pero tenía fortaleza el Gringo", murmura Ana, con un feroz empeño por no llorar. Había nacido en Córdoba porque en 1965 su padre, visitador médico, estaba radicado allá. A los dos años ya vivía en Rosario, en la zona de Pueyrredón y Salta. Fue a la escuela Almafuerte, a una cuadra de allí, y terminó la secundaria en el Nacional 2 de Entre Ríos al 100. Era fanático de Newell's y solamente iba a la cancha cuando podía llevarlas a las hijas. Había jugado muchos años al básquet en Sportivo América. Pero su gran pasión, dice su hermana, era jugar al casín.

La adversidad no había hecho tristes sino fuertes a las nenas. Las dos tenían un temperamento extrovertido y simpático. Eugenia era más responsable en la escuela y en la casa. Fernanda, impetuosa, era más relajada, sobre todo para estudiar. Su tía Ana, sin embargo, se ataja. "Irradiaba una alegría que no estoy segura que haya tenido interiormente".

El único consuelo que explicita Ana, empleada del Rectorado de la UNR, es el que encontró en el informe forense, que determina que sus familiares no sufrieron. Se intoxicaron con el monóxido de carbono y, por esa razón, cayeron en un sueño sin regreso. "Es lo único que me da alivio", dice. Lo dice y en el acto es ella quien parece volver de un sopor profundo. "Vivo con mi marido y mis hijos de 18 y 19 años. Pienso que siempre fuimos siete en la mesa de fin de año. Ahora seremos cuatro".
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Fernanda Angeleri.



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