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domingo,
24 de
septiembre de
2006 |
[Memoria]
Juicio a la banalidad del mal
"Interrogatorios" es el título del libro de Richard Overy, donde se detalla cómo se construyó la instancia en que fueron juzgados los jerarcas nazis
Rubén Chababo
En 1945 y frente al panorama de absoluta devastación que reinaba sobre Alemania -ciudades desvastadas, millones de desplazados, sentimiento de humillación nacional por la derrota- comenzaba a abrirse un interrogante que habría de signar la futura vida moral del país y de Occidente. Ese interrogante no era otro que resolver qué hacer con los responsables del mayor genocidio que había protagonizado la humanidad en el último siglo y que había tenido como víctima privilegiada a las comunidades judías de Centroeuropa. El mundo comenzaba a cobrar dimensión de lo ocurrido y a conocer las consecuencias que muchos ya habían denunciado y pocos habían querido saber.
Es en ese tiempo específico -que va de la certeza inminente de la caída del Tercer Reich a la derrota definitiva en mayo de 1945- cuando buena parte de la cúpula dirigencial de la Alemania nazi intenta acomodarse a la nueva etapa de posguerra en medio de un panorama social y político signado por la confusión y el aturdimiento. Lo que hoy se conoce como el Juicio de Nuremberg es algo más que las febriles jornadas en las que parte de la cúpula genocida debió responder ante las naciones triunfantes y que concluyó con la ejecución de sólo alguno de ellos; porque lo que pocos saben es que para la realización de este histórico juicio se debieron atravesar fuertes debates en el que fue necesario consensuar miradas y posiciones acerca de qué hacer con los nazis cautivos.
Quién es quién
"Ponerse a seleccionar a los criminales más importantes entre los millones de soldados y oficiales alemanes que estaban en manos aliadas, era un trabajo para acobardar a cualquiera. Durante las primeras semanas que siguieron al cese de hostilidades no se supo con exactitud quién había sido capturado y quién no. Había demasiados rumores y la colaboración entre ingleses, norteamericanos y franceses dejaba mucho que desear", relata Richard Overy en "Interrogatorios", un voluminoso trabajo editado por Tusquets, en el que además de analizarse los prolegómenos al histórico juicio se lee la transcripción de los interrogatorios a los que fueron sometidos los principales jerarcas.
¿A quién, de todos los cautivos, considerar criminal de guerra, a cuántos enjuiciar, a quiénes exculpar, en qué lengua hacerlo, dónde alojar a los criminales, qué dar a conocer al mundo y qué no, qué hacer con aquellos que sin haber formado parte directa del exterminio colaboraron con él, cómo consensuar criterios jurídicos teniendo en cuenta que no era una sola nación la que oficiaría como parte acusadora? Son éstas solo algunas de las preguntas sobre las que hubo que generar consenso y sobre las que se produjeron fuertes debates entre ingleses, norteamericanos y rusos quienes tenían, cada uno de ellos, no solo fuertes razones para no dejar impunes los crímenes cometidos sino además ideas diferentes acerca de cómo llevar adelante los juicios.
Tanto Stalin como Truman y Churchill coincidían en la necesidad de conformar un tribunal para juzgarlos, sin embargo Churchill era el que más insistía en proceder de manera sumarísima y expeditiva "Churchill no dejó de decir en los últimos meses de la guerra que su mayor deseo era que los dirigentes alemanes detenidos, tanto jefes del partido nazi como militares y políticos, fueran identificados de forma concluyente por algún militar local y fusilados en menos de seis horas", señala Overy.
La cocina de Nuremberg
El valor superior de este libro radica en la posibilidad de enterarse sobre lo que vulgarmente se conoce como la cocina de Nuremberg. Las conductas de criminales negadores y de jueces y abogados se despliegan como en un filme macabro y hasta por momentos absurdo en el que los que hasta unos días atrás se pensaban a sí mismos como amos del mundo, toman conciencia de su condición ordinaria y vulgar: desaparecido el dominio y amparo del Tercer Reich comienzan a sentirse como una patrulla perdida en medio de una noche adversa en la que ya nadie los reconoce como aliados o benefactores de nada.
En manos del enemigo al que habían jurado derrotar y humillar, los criminales de guerra comienzan a ensayar un sin fin de justificaciones para argumentar su no responsabilidad con la masacre. Todos los enjuiciados negaron haber estado implicados directamente en la persecución de los judíos. Muchos admitieron haber sido antisemitas, pero cuando empezaron a cumularse las pruebas de las atrocidades pocos estuvieron dispuestos a confesar que todavía lo eran: "Los interrogadores oían estas respuestas con escepticismo, pero también con desconcierto. Daban por sentado que los detenidos más ilustres sabían tanto como ellos y mucho más. Aunque les parecía indudable que en toda Alemania se conocía la cuestión de los campos, suponían que el exterminio se conocería menos, pero no entendían que altos funcionarios, responsables de aspectos importantes de la política antisemita, quisieran hacerse los ignorantes con tanta convicción".
De las declaraciones obtenidas por el Tribunal y transcriptas en el libro, los lectores pueden visualizar el universo nazi desde una perspectiva que no es la habitualmente conocida (fundada en el testimonio de los sobrevivientes), sino la de los perpetradores. A través de los interrogatorios reunidos por Overy se despliega la dimensión monstruosa de la ingeniería de la muerte desplegada por los nazis enunciada tantas veces con frialdad e indiferencia, como si el relato que los ocupara -en este caso captura, deportación y exterminio de millones de personas- fuera el de haber tenido que realizar una tarea más de las múltiples y ordinarias acciones que se realizan en una guerra; actitud ante lo monstruoso del crimen que unos años más tarde, y frente a Adolf Eichmann -capturado en Argentina y sentenciado en Jerusalén- Hanna Arendt habrá de calificar como banalidad del mal.
En algunos casos los interrogatorios fueron realizados a testigos directos de los hechos cuyos testimonios sirvieron de prueba de la veracidad de lo sucedido (profesionales cautivos obligados a cumplir trabajos específicos), testimonios que tantas veces confrontaron con la voluntad de amnesia de los perpetradores o su obstinada ignorancia ante la magnitud de aquello de lo que habían sido parte necesaria: Hess había borrado la realidad por completo, Sauckel, Ley, Frick y Kaltenbrunner sostuvieron con tesón que eran simples funcionarios administrativos, al igual que Von Ribbentrop. Sólo Hans Frank, responsable del saqueo de Polonia, reconoció haber colaborado con una causa injusta y malvada como el nazismo. "Por muchas y complejas razones, pocos interrogados comprendían la distinción corriente, y aparentemente sencilla, entre el bien y el mal". comenta Overy.
Más allá del carácter macabro de los relatos contenidos en el volumen, Richard Overy incluye en las páginas finales (un verdadero hallazgo), un capítulo que bajo el título de "El futuro de Alemania" condensa opiniones, propuestas y consejos dados por los victimarios acerca de cómo reconstruir el país. Albert Speer, Hjalmar Schacht, Walter Funk y Robert Ley son algunos de los que colaboran de manera entusiasta aportando ideas para la recuperación del país, como si la devastación que tiene lugar frente a ellos fuera ajena a sus propias historias personales y a sus responsabilidades.
Exquisitos artífices técnicos del horror, el nuevo tiempo los encuentra como voluntariosos y correctos ciudadanos dispuestos a dar lo mejor de sí para el futuro de la nación que renace de las cenizas.
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La escena. El juicio de Nuremberg fue mucho más que un tribunal, hubo que construir políticamente esa instancia.
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