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 domingo, 24 de septiembre de 2006  
Editorial
La cultura de la fiesta

La llegada de la primavera fue el pretexto ideal para que los jóvenes volvieran a adueñarse del paisaje urbano haciendo lo que más les gusta: divertirse en grupo. Pero el trasfondo del hábito puede ser leído como peligroso: la adoración del instante placentero, por encima de la valoración de la responsabilidad y el esfuerzo.

El 21 de septiembre la ciudad fue testigo del desarrollo de una festividad esencialmente juvenil: la que celebra la llegada de la primavera. Quienes recorrieron las calles rosarinas durante esa soleada jornada, sobre todo en los parques céntricos y en la zona del balneario La Florida -epicentro de la convocatoria adolescente-, pudieron observar las características del fenómeno. Es decir, miles de chicos en plena y esta vez respetuosa libertad, reunidos en grupo para hacer lo que mejor hacen y más les gusta: divertirse. El trasfondo de dicho hábito, sin embargo, acaso merezca una mirada más severa.

Es que las últimas décadas han marcado, en la Argentina, la imposición de un preocupante paradigma colectivo: la pérdida de valoración de la responsabilidad como factor de éxito individual y cohesión social, así como el desprecio por el esfuerzo y el trabajo. La justificación de esta penosa decadencia de hábitos sociales sanos está íntimamente relacionada con la noción de placer inmediato como eje de la vida de los jóvenes. Y así, puede hablarse de una "cultura de la fiesta": cada vez más días de la semana aptos para la salida nocturna, extensión insólita del horario de permanencia de menores en la calle o en boliches nocturnos y "chupinas" colectivas -más la lamentable instauración de un día que las celebra- constituyen parte inevitable del retrato. Si a este abanico se le agrega la preocupante tendencia al crecimiento que registra el consumo de alcohol y drogas entre los más jóvenes no resultará difícil pensar que se está en presencia de un barco que en demasiados casos navega a la deriva.

El saldo de la fiesta de la primavera fue por fortuna pacífico: prácticamente no se registraron hechos de violencia en la bucólica jornada. Pero se insiste en el telón de fondo que presenta tan agradable escenario: no es otro que la adoración del instante placentero y la entronización del ocio como objetivo supremo.

Ciertamente que la historia nacional de las últimas décadas en poco ha contribuido a estimular valores constructivos: el desencanto político -tan claramente plasmado en la consigna "que se vayan todos"-, el auge de la corrupción y el triunfo del individualismo durante los funestos noventa gestaron entre los chicos la sensación de que nada importaba y que por ende había, al menos, que pasarla bien. La sociedad no premiaba a los responsables y los trabajadores, que veían cómo sus ahorros de toda la vida se desvanecían en los bancos sin que nadie hiciera absolutamente nada. El mundo, estaba visto, no se podía cambiar: entonces, había que usufructuarlo.

Los últimos años parecen marcar un por ahora tibio intento de cambio de rumbo. Pero la conclusión a la que se llegue no debe pecar de superficialidad: el peligroso coctel de autoritarismo político, saqueo económico y descomposición social que devastó a la Argentina sólo podrá ser revertido mediante la reinstauración de parámetros culturales hoy olvidados o ridiculizados. La tarea será larga y dura, pero la fiesta debe quedar confinada al ámbito que le pertenece. De lo contrario, la sociedad nacional deberá pagar otra vez el elevado precio de la inmadurez, la imprevisión y el exitismo.


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