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domingo,
06 de
agosto de
2006 |
Normales
Jorge Besso
Nada debe ser más difícil que definir con cierta aproximación lo que es la normalidad, lo que sin embargo de ninguna manera impide que tratemos de anormal al vecino, o al ser más querido, o al rival más odiado, y con la seguridad propia de ser normal. La normalidad habitualmente es identificada y definida con relación a la cordura y a la sensatez, términos que conducen a la prudencia, al buen juicio y a la capacidad de reflexionar antes de determinar, según nos explica el magno diccionario de la lengua.
Una cuestión más bien álgida, ya que muchas son las veces que no se reflexiona antes de determinar, es decir en todos los actos más o menos impulsivos o compulsivos, como son por ejemplo la gran cantidad de rituales obsesivos de la vida cotidiana: la revisión interminable de la llave del gas, que sin embargo siempre puede haber quedado abierta, o los lavados compulsivos de alimentos y utensilios que nunca logran aplacar del todo las fantasías de contaminación, o el aseguramiento reiterado de lo bien cerradas que están las cerraduras, pero que tampoco logran cerrar las fantasías que agobian con inseguridades varias. Y todos los demás rituales diarios que muchas veces muestran cómo el humano habita más en la psiquis que en la remanida realidad, que casi todo el mundo dice y cree conocer.
Pero también hay que decir que se exigen respuestas automáticas, por lo tanto sin ninguna reflexión, en una gran cantidad de actos de todos los días Un caso típico y universal es la sensatez en la conducción de vehículos, es decir automóviles y demás rodantes donde la mayoría de las acciones y decisiones se hacen sin pensar, ya que en estos casos pensar cada movimiento ni es posible ni recomendable.
La conducción para ser normal reclama la combinación de dos extremos del aparato psíquico: el automatismo y la reflexión. El primero para desenvolverse bien adentro del automóvil en las calles o las carreteras que vienen a ser las vías de la circulación humana, y en las que los susodichos humanos suelen matarse solos o entre sí, y sin que medie una declaración de guerra, ya que existe una especie de contienda solapada entre vehículos tan rápidos como mortíferos. La segunda para evitar que el acelerador sea el que en realidad conduzca aceleradamente hacia el lado oculto de la euforia, es decir la muerte.
Normalidad y realidad son dos conceptos que se cruzan entre sí en tanto y en cuanto se necesitan para poder definirse: cómo hablar de la normalidad sin hacer referencias a la realidad, del mismo modo de cómo hablar de la realidad sin referirla a una normalidad capaz de captarla. A los conceptos anteriores, hay que agregarle otro que no puede estar ausente en la cita: la cuestión de la enfermedad. De esta forma queda completo el trío que permite comprender las notas esenciales de la condición humana: normalidad, realidad y enfermedad conforman una danza que tiene al mismo tiempo movimientos que conciernen a todos (al menos a todos los de la amplia cultura occidental), pero que también implican a los pasos de cada cual que son los que vienen a dar el toque personal, eso que cada ser tiene de único. Esta combinación, de lo general y lo particular, sin lugar a dudas es lo que nos diferencia substancialmente de todos nuestros hermanos biológicos. En este sentido hay un ejemplo que está por encima de todos los demás. El humano vive, probablemente hasta el último instante, como si fuera inmortal, ya que de otra manera la vida resultaría más que difícil. Este rasgo neurótico de inmortalidad está a todas luces completamente alejado de la realidad, y sin embargo no necesariamente le impide a alguien en particular, y al ser humano en general, tener una conciencia más o menos adecuada de la realidad.
En un punto álgido de sus desarrollos teóricos y clínicos Freud formuló un principio de difícil explicación, pero sobre todo de difícil aplicación, el principio o prueba de realidad que consiste, en una breve descripción, en una modificación del otro gran principio de la vida psíquica, esto es, el célebre principio del placer, que vendría a ser el placer como guía en los actos de la vida. El principio de realidad atenuaría la ley del placer y la adecuaría a las circunstancias. Ambos rectores de la vida psíquica, el placer y la realidad, conforman una pareja tan conflictiva como inseparable (como toda pareja). La dictadura del placer lleva al sujeto al camino demasiado directo hacia la felicidad en el intento de hacer siempre lo que le da la gana. Que por cierto no es lo mismo que hacer las cosas con ganas.
La dictadura que siempre antepone en cada movimiento las exigencias de la realidad atrofia a la imaginación sin la cual la tan mentada realidad aplasta al sujeto en la obediencia. Sea como sea, la normalidad necesita del principio de realidad para que la sociedad y los individuos puedan convivir, más que conmorir , lo cual requiere al menos dos aclaraciones:
El famoso principio de realidad (como señala el psicoanalista Green) no se transmite de sujeto a sujeto.
En lo posible habría que hacer lo imposible para no caer en la habitualidad de confundir la realidad con la normalidad.
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