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 domingo, 28 de mayo de 2006  
Cómo se cuenta la historia
Siglo XXI publica una selección de textos del filósofo Oscar Terán. Aquí reflexiona sobre la comprensión y el relato del pasado

Oscar Terán

Al tratar de comprender el pasado, para intentar dar cuenta de cómo y -si es posible- por qué ocurrió lo que efectivamente ocurrió, el historiador debe seleccionar de la masa si no infinita, por lo menos innumerable de acontecimientos, unos pocos de ellos que van a formar parte de eso que se llama la historia. Y por ende va a ignorar, a ocluir, a reprimir, la inmensa mayoría de los acontecimientos que ocurrieron en esas épocas. Precisamente allí se plantea el problema de la selección: cómo saber aquello que merece ser recuperado para incorporarlo a la interpretación y al relato históricos.

Piensen ustedes que en el momento en el que hablamos están produciéndose miles de millones de mensajes en el mismo instante, de los cuales una masa muy pequeña va a ser recogida por los historiadores del futuro. Y no sabemos, no podemos saber, cuáles son los acontecimientos que serán seleccionados. Pero al menos pueden entreverse unos riesgos de los cuales es preciso protegerse. El primero sería replicar una suerte de historiador a la "Funes el memorioso", es decir, que recogiera todos los acontecimientos ocurridos, con lo cual el relato de un día le llevaría varios años de su relato. Frente a esto qué se puede hacer o qué es lo que efectivamente se ha hecho. Una posibilidad es dejar que pase el tiempo, suponiendo que el tiempo puede seleccionar aquello que los contemporáneos no pueden, en la medida en que no saben cuáles de los acontecimientos de su presente van a ser relevantes en los significados políticos, sociales, culturales, etc., que van a formar parte de la historia. Borges por ahí decía que las buenas antologías las escribe el tiempo, y las malas... Menéndez y Pelayo. De manera tal que el historiador trata de protegerse de convertirse en el Menéndez y Pelayo de la historiografía. Para ello cuenta con esta convicción, este instrumento tal vez pedestre de que el tiempo va decantando aquello que efectivamente ocurre. Pero hay otra manera de escribir la historia. Suponer o creer que se sabe qué es lo que va a pasar, a la Marx, o bien determinar, a la Hegel, que la historia ha terminado. Si la historia ha terminado se puede escribir la historia, puesto que a partir de este final todos los datos del pasado se ordenan respecto de ese final que se ha efectivamente producido. Del otro lado, Marx creía que sabía cómo iba a terminar la historia (o al menos el estadio superior a su propio presente). De manera que tenía criterios de selección respecto de los acontecimientos que iban a conducir a ese final que sería la sociedad sin clases, la sociedad socialista.

Pero, y por definición misma de la modernidad, los modernos nos enfrentamos con el problema de no poder saber cómo va a terminar (o proseguir) la historia, y por lo tanto no podemos operar ese tipo de selección que se mide con un telos ya conocido. Y esta ceguera, por decirlo de algún modo, implica que entonces tampoco sabemos cuál es el significado preciso de aquello que está ocurriendo en su propio presente, dado que los acontecimientos futuros van a resignificar dichos sucesos.

Como se verá, se trata de una idea bastante convencional: basta pensar en la propia vida. Un individuo no sabe en el momento en que se está casando cuál va a ser el significado de ese hecho que, en principio, está celebrando. Sólo el futuro le dirá si merece seguir siendo celebrado o deplorado. En términos muy concretos hemos asistido hace poco, yo diría ayer, a un acontecimiento gigantesco que es la implosión de un mundo, el mundo del llamado socialismo real. Naturalmente, eso que se simboliza con el nombre de "caída del muro de Berlín" resignifica la Revolución rusa, le da otro significado. Con lo cual ahora podemos decir que sabemos más de la Revolución rusa de lo que sabía Lenin. Así como sabemos más de la Revolución de Mayo de lo que sabía Mariano Moreno, que no pudo vivir lo suficiente para ver un conjunto de significados y de efectos que ese proceso iba a alcanzar. Todos modos en fin de expresar lo que Kant atribuía sin más al destino de la razón humana: estar condenada a formularse problemas que al mismo tiempo no puede resolver.

En esta tensión epistemológica, digamos, se instala el relato del pasado; de pronto el historiador se torna consciente de que tiene una mínima y tal vez decisiva ventaja, consistente en que al menos sabe lo que los contemporáneos no sabían: cómo siguió la historia. Pero además este quehacer ha elaborado a lo largo de los siglos y especialmente desde el siglo XIX una serie de criterios, siempre provisionales pero no pocas veces productivos, para tratar esa materia curiosa que es el pasado. Así, vemos que en los últimos tiempos la historiografía se contaminó provechosamente y a veces peligrosamente con estímulos intelectuales provenientes de otros campos, básicamente de la revolución lingüística originada en la segunda década del siglo pasado. y con sus derivados hacia el estructuralismo y lo que se denominó el "giro lingüístico". Sin entrar en detalles aquí impertinentes, digamos tan sólo que, de modo aun más extenso, si algo atraviesa como un eje articulador la filosofía del siglo XX, ese algo es la tematización de la lengua, del lenguaje (Heidegger, Wittgenstein, empirismo lógico, estructuralismo, deconstruccionismo...), en donde el lenguaje, el mundo simbólico, adquiere un peso determinante. La emergencia en la gravitación de lo simbólico sobre eso que llamamos lo real, la evidencia de los efectos materiales de lo simbólico, la sospecha de que el modo en el que se dicen las cosas constituye lo que esas cosas han sido, estalló de una manera tal vez inmoderada que se reflejó y se sigue reflejando hasta en los títulos de los libros de historia que aparecieron y que en general tienen todos ellos un sustantivo común: "invención". De pronto se descubrió la invención de la sexualidad, el purgatorio, los géneros, la figura del niño... Es posible que lo que de moda hubo en este encuadre esté pasando o, simplemente, ya haya pasado. Pero lo que en ello había de estímulo teórico legítimo ha perdurado. Ya no podemos enfrentarnos con las letras, los discursos, los objetos culturales, con una especie de mirada virgen y positivista que se atenga a reflejar un real ya constituido plenamente al margen de los símbolos que le dan sentido.

Además, esta visión del pasado que llamamos historia se organiza desde el presente. Muchas veces, quien reconstruye el pasado lo hace a partir de preguntas que su propio presente le está formulando. Y esto plantea problemas, puesto que aquéllas son preguntas que tal vez los contemporáneos de aquel pasado jamás se formularon. Además, los términos con que esas preguntas se formulan son quizá categorías que no existían en aquel momento, y aquí los riesgos de lo que se llama "descontextualización" son considerables. Por ello el "contextualismo" (Pocock, Skinner) demanda no cometer anacronismos, sino medir a los actores de ese pasado en función de su propio contexto material y de lenguaje, atendiendo al "diccionario" del que efectivamente disponían (...).

Teniendo en cuenta estas y otras precauciones, de todos modos desde el presente se formulan preguntas, desde el presente se organizan problemáticas, se estructura un conjunto de preguntas con las cuales el historiador va al pasado a demandar respuestas: a veces la historia responde; a veces, no. Podemos entonces arrojar ahora una mirada rápida sobre cuáles fueron algunos de los bloques problemáticos en torno de los cuales, o para los cuales, fue utilizada la historia. Cuáles fueron algunos de "los usos de la historia". Así, es muy sabido que el género historiográfico está íntimamente vinculado en los tiempos modernos con el surgimiento del Estado-nación. La historiografía se convirtió en el siglo XIX en todas partes en un relato estatal, que venía a fundamentar y a legitimar la existencia de la nación. Entre nosotros eso estuvo en manos sobre todo de Bartolomé Mitre, quien, siguiendo el modelo historiográfico romántico del siglo XIX, lo que trataba de argumentar era que la nación argentina no era contingente, no era fruto de una serie de circunstancias precisamente históricas, sino que en rigor era tan eterna como el agua o el aire.
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Bartolomé Mitre o la historiografía como un relato estatal, según observa Terán.

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