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domingo,
12 de
marzo de
2006 |
[Nota de tapa] - Una voz recuperada
De la escuela a la academia
La Editorial Municipal publica este mes la obra poética y pictórica de Emilia Bertolé, una autora cuyos textos eran hasta ahora inhallables. Aquí se publica un fragmento del estudio introductorio
Nora Avaro
El 15 de marzo de 1905, el pintor y escenógrafo italiano Mateo Casella abrió en Rosario, con el apoyo del municipio, una sucursal del Instituto de Bellas Artes "Domenico Morelli", fundado en Buenos Aires el año 1900. Se trata del primer instituto de la ciudad en el que se formaron importantes pintores, quienes comenzaron a distinguir la especificidad de su tarea separando las "bellas artes" de sus meras funciones artesanales o decorativas. Entre los asistentes estaban César Caggiano, Alfredo Guido, Augusto Schiavoni y Emilia Bertolé. Según el escultor Herminio Blotta la Academia de Casella fue "la célula que dio origen al movimiento artístico más serio del Rosario (...) fue la primera que implantó métodos modernos de enseñanza, entre ellos el de hacer copiar directamente el paisaje del natural, y dictar en sus salones conferencias de estética y belleza".
Emilia Bertolé cursó sus estudios de dibujo y pintura en la Academia de Casella. La institución, a la que Rita confió las preceptivas de su hija menor, le dio un método de trabajo y la formó dentro de los cánones del academicismo italiano. Pero también la relacionó con otros pintores, como Alfredo Guido o César Caggiano, con los que, a diferencia de los compañeros que la amedrentaban en la escuela primaria, pudo tratar en un campo de intereses comunes. "Cuando comenzaba a pintar -afirma Emilia- eran muy pocas las mujeres que se dedicaban a la pintura, de tal modo que no tuve a nadie a quien seguir. Entonces fueron los pintores los que me guiaron en mis comienzos. Así llegué a admirar a Alfredo Guido que fue quien tuvo mayor influencia sobre mi técnica y mi selección de temas. Otros pintores a quienes admiré fueron César Caggiano y Emilio Centurión."
La Academia de Casella no sólo se ocupaba de la instrucción de alumnos sino que también, desde el mismo momento de su apertura, organizó, en el taller de la calle Libertad (hoy Sarmiento) 548, muestras de fin de curso, sometidas a jurados, en las que exponían por primera vez tanto maestros como discípulos. En el marco de una de estas actividades, en un concurso público de dibujo al natural presidido por Lola Mora, Emilia reprodujo fielmente la cabeza de un compañero y ganó la medalla de oro. Años después, ya instalada en Buenos Aires, recordó el certamen: "en la Academia donde mamá me había puesto me dejaban trabajar libremente. Una mañana llegó al estudio la simpática Lola Mora. El profesor puso un modelo frente a los discípulos para que estos lo copiasen rápidamente (...) obtuve el premio. Lola Mora, tomando mi cabeza entre sus manos, dijo en expresivo italiano: -Tiene cabeza rafaelesca; a los dieciocho años no será nada". La anécdota, relatada bajo guiño cómplice en 1932 a un periodista lisonjero y componedor, vuelve irónica, por aparentemente inexacta, la profecía de Lola Mora. Emilia, en una actitud que mantendrá a lo largo de casi todas sus intervenciones públicas -pero que no condirá con sus pesadumbres privadas-, da por cierto, a los treinta y seis años, que aquella niña de aspecto rafaelesco ha logrado la notoriedad que merecía.
La joven Bertolé se diploma en dibujo y pintura a los quince años e inmediatamente comienza a dictar clases en su propia casa; para la fecha, además, ya hacía algunos trabajos por encargo. Ha iniciado tempranamente su profesionalización, sabe ya que va a ayudar a su familia y a sostenerse gracias a sus aptitudes plásticas. Adquirida esa certeza, a la que acatará de una vez y a lo largo de su vida, todo parece ordenarse en la realización de una carrera brillante y una economía doméstica promisoria. Esa es, al menos, su expectativa y la de sus padres y hermanos, que ven en la tarea de la joven la posibilidad cierta de revertir la modestísima situación pecuniaria, sustentada sólo por el humilde salario ferroviario de Francisco.
El entorno familiar es confortable para el trabajo de Emilia quien cuenta con el amparo incondicional de todos los suyos. Su casa, además, es lugar de reunión de algunos diletantes de la época que hallan en los tres jóvenes Bertolé interlocutores sensibles y aguzados. Así lo recuerda uno de los visitantes: "En la casita de Emilia Bertolé, solíamos reunirnos como seis personas, de las más íntimas, entre las cuales lícito y cariñoso es para mí recordar el nombre de Corina -la hermanita mayor-, inteligencia clara y corazón abierto; Miguel Angel, el hermano, torturado esteta, divagador del más allá, y Fidel Cappa Quesada, el filósofo místico y profundo como el bien". Es dentro del ámbito hogareño, también, que Emilia mantiene uno de sus lazos más importantes, el que la unió a su hermana Corina, o Cora como la llamaban todos en la casa. Cora había nacido en 1894 y, salvo durante un período de separación, en la época en que Emilia se instaló en Buenos Aires, vivió siempre junto a su hermana menor y sus padres. La relación entre ambas, muchas veces determinada por los avatares de la misteriosa enfermedad crónica de Cora, fue capital para Emilia y fuente de muchas de sus aflicciones tanto afectivas como económicas. Desde niñas compartieron tragedias, zozobras familiares y juegos infantiles en un mundo propio y excluyente: "Entre Cora y yo las cosas eran naturalmente compartidas. No tuvimos nunca ni la una ni la otra la idea de una pertenencia especial de nada. Ella y yo éramos un solo ser (...) Cora y yo no teníamos amigas. Nos bastábamos la una a la otra". La lectura de algunas de las cartas que intercambiaron evidencia esa intimidad siempre vigilada por la presencia de Rita, pero también señala entre líneas, como se verá, los destellos de ciertos sentimientos equívocos motivados por las diferencias de vida que, a partir de su viaje y estadía en Buenos Aires, y a pesar de los esfuerzos de Emilia por disimularlas, se hicieron notables, y quizá también se profundizaron debido a la fragilidad nerviosa de Cora. Pero durante la infancia y adolescencia de ambas las desavenencias parecen no existir en una unión fraternal que omite ufanamente cualquiera otra amistad.
En 1912, un grupo de pintores discípulos de Casella, entre los que estaban Bertolé, Guido y Caggiano, organizó en cooperación con la revista Bohemia (dirigida por Alfredo Valenti) el Primer Salón de Arte Nacional de Rosario, denominado Petit Salón. La muestra se realizó en la llamada "casa blanca" de Casildo de Souza, ubicada en Córdoba 911, y colgaron sus obras los rosarinos Alfredo Guido, César Caggiano, Manuel Musto, Gustavo Cochet, Emilia Bertolé y Herminio Blotta, entre otros. Blotta, quien colaboraba en Bohemia y fue uno de los organizadores, cuenta que fueron los mismos pintores quienes confeccionaron los afiches y promocionaron el evento, pero que en definitiva no vendieron ni un solo cuadro. Sin embargo, en el Petit Salón, no sólo los jóvenes lograron exponer por primera vez fuera de los límites académicos sino que la ciudad tuvo su muestra inaugural. Posteriormente, en 1917, se realizó el Primer Salón de Otoño -auspiciado por la asociación El Círculo- que, a partir del Segundo Salón de Otoño, empezó a depender oficialmente de la Comisión Municipal de Bellas Artes. Emilia expuso en los dos Salones, también junto a Guido y Caggiano, sus condiscípulos de la Academia, pero ya para esta época su rumbo artístico no sigue la variante típica -y venturosa- de casi todos los pintores rosarinos: el viaje a Europa que cumplieron con o sin apoyo oficial Guido, Caggiano, Schiavoni o Musto para perfeccionarse y mirar toda la obra posible. Bertolé, en cambio, ha reducido su aprendizaje a las preceptivas academicistas de Casella, y ya está pintando a destajo en Buenos Aires retratos por encargo. Sin embargo, la mitología del viaje a Europa permanece como tal durante toda su vida y cristaliza en un estado de concreción inminente. Emilia nunca viajó pero en muchas ocasiones anunció en notas periodísticas esa posibilidad: "Se propone al presente Emilia Bertolé viajar con los suyos a Europa" o "Como siempre, como el año pasado, estoy proyectando un viaje a Europa y parece que este año va a ser de verdad. Por setiembre u octubre a más tardar". En 1928, una pequeña gacetilla ya sólo da cuenta de su aspiración: "Emilia Bertolé espera viajar este año". Se conserva además una carta enviada a Francisco el 21 de junio, sin precisión de año pero, a juzgar por la letra, escrita en plena adultez, en la que Emilia responde a una solicitud o un consejo de su padre que parece instarla a realizar una maniobra de influencias. Reaparece ahí el motivo del viaje a Europa, pero bajo un cariz de concreción más firme; la carta, además, da cuenta de la maquinaria deliberativa a que los Bertolé someten los planes de Emilia: "(...) Si Dios quiere ya llegará el día. No me gusta la gente entradora, la que quiere aprovechar cualquier ocasión para decir aquí estoi yo. (...) Siento mucho papá no complacerte, pero creéme es mejor así. Bien presentada en Roma, con disposición i cartas oficiales será infinitamente mejor i más honroso. ¿No te parece? Escribíme al respecto". Emilia nunca fue a Roma, y Europa se le fue escapando hasta convertirse en un destino del todo quimérico, uno de esos viajes fantásticos que prefería aunque no fuera ella la viajera. Pero, en este período inaugural, la joven Bertolé cree que los esfuerzos tienen recompensa, los problemas, soluciones, y los deseos, una dirección.
Su modesta notoriedad local, fundada en la figura de la bella niña precoz -una superstición rendidora a la que permanecerá ligada y que, con el paso de los años, se irá adaptando a la madurez-, le ha permitido iniciarse intempestivamente en el oficio, pero también la obliga a perseguir, de ahí en más, un equilibrio satisfactorio entre el trabajo y su vocación artística. Bertolé participa en exposiciones locales cumpliendo con las condiciones de una "carrera" en el medio, y en 1915 envía desde Rosario por primera vez tres obras al Salón Nacional de Buenos Aires: Incógnita, Ensueño y Autorretrato. La decisión debe haber sido calculada en el ámbito familiar, pero también es el resultado del devenir personal de Emilia y del círculo en que se había formado. De hecho, César Caggiano había ganado el año anterior el premio del Salón Nacional con el Retrato de la profesora J. M. y Alfredo Guido obtendría un segundo premio en 1919 con La dama del abanico y en 1924, el primero.
Con el envío al Salón, los Bertolé ya comienzan a operar como una especie de célula soporte de la carrera de Emilia y, sin duda, son Francisco y Rita quienes evalúan positivamente su participación en la muestra y quienes en definitiva deciden presentar los retratos. En parte de la correspondencia familiar se puede comprobar hasta qué punto la joven Emilia cuenta con la cooperación de sus hermanos y sus padres en todas las tareas aledañas a su práctica: el embalaje y envío de las obras, los contactos con los diferentes salones, el seguimiento de las reseñas en diarios y revistas y, también, el consejo previo y el sostén posterior cuando las cosas no salen como ellos esperan. Incluso muchos años después, recordando alguna crítica adversa hacia la labor de su hermana o el menor gesto de desconocimiento, Miguel Angel no dudará en impugnar instituciones completas: "He visto -escribe a su padre el 23 de setiembre de 1942- el resultado del Salón y creo que siguen siempre en pie los mismos canallas de antes".
Pero el resultado del Salón Nacional de 1915 fue más o menos favorable para Emilia Bertolé. Ganó el Premio Estímulo por la obra Ensueño y tuvo algún tipo de repercusión en la prensa, pequeñas referencias en las aburridísimas reseñas de los salones que no iban más allá de enumerar obras y autores y colgarles una adjetivación. De todos modos, su juventud, su género y su procedencia -la bella niña rosarina- la ayudaron a difundir el carácter prometedor de su obra y el premio, menor y todo, funcionó en parte como una carta de presentación en el momento en que necesitó una.
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Bertolé produjo con el apoyo constante de su entorno familiar.
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