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 domingo, 12 de febrero de 2006  
Nota de tapa. Seguí participando
Concursos: la danza de la fortuna
Los certámenes literarios generan tantas expectativas como sospechas. Otorgan premios valiosos y otros que parecen castigos. Un fenómeno que implica cada vez a mayor número de escritores

Carlos Bernatek

Desde los griegos para acá, los concursos literarios han recorrido un camino intrincado y persistente. Sobrevaluados, vilipendiados o ignorados han encontrado su forma de supervivencia adecuándose a los tiempos, modificando levemente su metodología para resguardar su esencia: que ciertas reconocidas subjetividades, desde su peculiar e "incuestionable" criterio -algo así como la posesión del saber- designen el orden de mérito de sus probables sucesores, aspirantes a aprehender ese supuesto saber. Esta sería una posible lectura teórica, algo muy distante de la avalancha de premiaciones de todo orden y laya que produce la TV americana casi semanalmente, desde el peor vestido en los Grammy's hasta Miss Sonrisa de Idaho.

La literatura -si bien ciertos certámenes acceden a la televisión- ha mantenido cierto protocolo al respecto, cierta circunspección algo impostada como la recidiva que el término "cultura" suscita en la sociedad bienpensante: no hacer de ella un show mediático, no adocenar el almidón ni el bronce. Aunque algunos concursos resulten, a la postre, realitys amarillistas sin que se lo hayan propuesto sus mentores.

En líneas generales podría hacerse una gran división: certámenes oficiales o privados. En nuestro país, los certámenes oficiales parecen en vías de extinción. Las razones habituales recaen en los presupuestos de cultura, pero también existen motivos políticos o conflictos legales que sumergen a concursos de larga tradición en profundos letargos. Los vaivenes de la economía nacional sin duda han incidido en ese destino cruel, pero la cuestión de fondo sigue radicando en lo conceptual: en términos económico-financieros se sigue pensando a la cultura como gasto y no como inversión. El modo de distribuir un presupuesto cultural entre los creadores/productores (la financiación de la cultura) sigue siendo materia opinable, sobre todo cuando los fondos son exiguos y el costo burocrático de funcionamiento de los organismos destinados a esa distribución insume esos mismos fondos.

Específicamente y siempre por la vía de concurso, los premios nacionales de la Secretaría de Cultura de la Nación, el galardón más importante que otorga históricamente el Estado, no se convocan desde 2000. En tanto, el Fondo Nacional de las Artes, casi sin prensa que repare en ello, sigue realizando anualmente sus certámenes del Régimen de Fomento.

En la provincia de Santa Fe, el régimen de becas por concurso no se realiza desde 2000, sistema que parece pronto a retornar. En tanto los premios Alcides Greca, José Pedroni y Juan Alvarez. los más importantes galardones, han sufrido notables baches y retrasos. Lo concreto es que ante el primer tembladeral político-económico, la medida inmediata es archivarlos; aunque el presupuesto que requieren es irrisorio. Esto ya conforma una metodología del "achique de gastos". A quienes toman estas medidas jamás se les ocurre que con suprimir un par de cargos de funcionarios culturales intermedios, podría darse continuidad al sistema. Además ¿para qué sirve un funcionario sin funciones?

Los certámenes oficiales padecen ciertos males endémicos. Si bien suele convocarse a jurados externos, salvo honrosas excepciones, muchas veces prevalece alguna afinidad en esa elección. Aun así estos bien pueden realizar un trabajo honesto. Pero un jurado de determinada orientación estética no suele premiar lo que considera en la antípoda de su criterio artístico. Cuestiones de subjetividades en una disciplina que entroniza lo subjetivo. Y esto sí debe considerarlo el participante que, por regla general en los certámenes oficiales, desconoce quiénes van a evaluar su obra.

Otra falencia grave de los certámenes oficiales es la falta de publicidad, tema que podría solucionarse fácilmente más con voluntad que con dinero. La escasa difusión perjudica siempre a una obra y a su autor, y por consecuencia a sus probables destinatarios. Pero el peor de los males, sin lugar a dudas, es el de aquellos premios que implican "publicación oficial". Pienso en esos libros que nacen muertos, tarde (a veces años) y mal impresos, sin estética alguna, sin corrección pero con la prolija nómina de autoridades. Todavía deben andar dando vueltas los antiguos libros de ECA -Ediciones Culturales Argentinas- con la ominosa lista que encabezaba Videla.

Inclusive para un autor inédito, este tipo de galardón se vuelve un castigo. La solución más viable para un "premio edición" es suscribir un acuerdo entre el Estado y editoriales privadas ¿Por qué no se hace tan a menudo? La respuesta pasa por el desconocimiento de los organizadores o por simple desidia.

Las recompensas en dinero por parte del Estado y los honorarios de los jurados nunca alcanzan importes significativos y tardan en cobrarse. Los mejores certámenes, sin embargo, conservan cierto prestigio por su ecuanimidad y transparencia, o por la jerarquía de los jurados. No todos, claro.


Parte del negocio
Los concursos privados, generalmente promovidos por editoriales o diarios en acuerdo con editoras, son los que convocan mayor cantidad de participantes, pagan los mejores premios, los más altos honorarios, tienen una importante difusión, realizan ediciones de calidad y promueven al autor. Por eso, obviamente, son los más concurridos. Lo que los autores poco avisados suelen desconocer, es que un concurso configura para una editorial una parte fundamental de su negocio. Las editoriales son empresas con fines de lucro, o no existirían como tales. Esta ecuación, para resultar exitosa, debería coronarse con un best seller. Si el libro ganador de un certamen de este tipo no se vende, el negocio no cierra. ¿Pero cuáles serían las condiciones ideales para que esto ocurra? Cualquier editor diría: que gane un buen libro y que se venda como pan caliente. Se salva el prestigio editorial y la ecuación económica cierra. Pero no siempre ocurre.

El premio de novela Tusquets, en su reciente primera edición, recibió casi 800 obras. Y el jurado lo declaró desierto, dictaminando que ninguno de los textos presentados merecía la recompensa (un adelanto a cuenta de derechos de 20.000 euros y la edición del libro).

Esto nos obliga a ciertas reflexiones: ¿es posible que ninguna de las 800 obras llegadas de toda Iberoamérica merezca el premio? Lo cierto es que el jurado no lee las 800 obras, cosa humanamente imposible; para eso existe un prejurado, o jurado de preselección, un grupo de especialistas no tan famosos como el jurado, que desbrozan la maleza, que achican la cifra hasta llegar a los cinco ó diez finalistas. Por lo general nunca se sabe quiénes son esos prejurados, a quienes se pide absoluta discreción. Pero si uno anda en el métier siempre se entera. O es prejurado.

O sea que el supremo tribunal evalúa a lo sumo diez obras. Esto ocurre por regla general en casi todos los certámenes multitudinarios, oficiales o privados, por la simple imposibilidad material (¡y espiritual!) de leer semejante producción. Este sencillo hecho fáctico relativiza toda ecuanimidad, por más buena voluntad de que se disponga. Uno puede especular que si existen 10 o 20 especialistas trabajando, alguno puede tener una distracción, un error de evaluación, una preferencia estética o un momento de debilidad. Está dentro del marco de posibilidades. Pensemos en el último premio Clarín, con más de 1.200 participantes. ¿Cuántas obras puede leer lúcidamente un ser humano, en un tiempo acotado, por más especialista que fuere? Lejos de toda suspicacia, estas condiciones puntuales en un certamen multitudinario, suman un ingrediente azaroso a la resolución, convirtiéndolo en una timba literaria. Aún se recuerda aquel certamen local ganado por un escritor ignoto con un texto de Giovanni Papini, posteriormente despojado del galardón al ser desenmascarado por un estudiante de Letras. El plagiario, en un destacado recurso literario decimonónico, justificó su actitud en la enfermedad de su madre.

Pero los concursos siempre renuevan los interrogantes: ¿por qué ciertos concursos sólo los ganan autores conocidos, y otros, sólo debutantes, si todos se presentan con seudónimo?


De profesión, jurado
El último Premio Planeta de España también trajo lo suyo, con la rebelión de Juan Marsé contra la baja calidad de los textos finalistas. Más allá del centimil que produce el escándalo (Marsé impugnando públicamente a la obra de la ganadora María del Pau Janer y a la de Jaime Bayly, que resultara segundo, y renunciando al jurado a posteriori del fallo). Cabe aquí calcular en qué medida un escándalo incidirá en las ventas.

Quienes hemos trabajado de jurados podemos dar fe de la insalubridad de la tarea, por más honestidad y entusiasmo que se ponga. Lo estrictamente literario, en realidad, no se puede cuantificar con parámetros deportivos. Determinar entre dos buenos textos cuál es superior, la mayor parte de las veces, conduce a una injusticia. Aplicar a la literatura escalafonamientos competitivos de ese tenor no le agrega nada a las letras, sino que hace hincapié en la figura del autor, subraya al personaje como ícono social. Nadie pregunta "¿qué obra ganó?" sino "¿quién ganó?".

En España, de la mano de la bonanza económica, florecen los concursos como hongos (setas, mejor). Ayuntamientos perdidos, cuarteles de bomberos, hoteles y logias masónicas tienen su propio certamen, la mayoría de ellos con premios más que atractivos para los argentinos, cambio mediante, si el correo no fuese tan caro. Se calcula que la madre patria supera los 360 certámenes anuales; casi uno por día. No todos tienen la misma jerarquía, claro. Lo curioso es seguir el itinerario de ciertos jurados que ya parecen haber tomado a esa actividad como profesión full time. Nombres que se reiteran en certámenes simultáneos desde Galicia hasta Andalucía y crean la intriga sobre su peculiar administración del tiempo para estar en misa y procesión, para leer de un modo tan salvaje y evaluar todo el tiempo como jueces compulsivos.

De hecho hay autores que han elegido los concursos literarios como oficio y destino. Han aprendido qué tipo de obra suele ganar cada certamen; qué propensión muestra cada jurado; cómo escribir un texto "concursero", cómo titular con "gancho", etcétera. Y esta profesión atípica requiere de mucha destreza. Juan Manuel de Prada, antes de ganar el Planeta España que lo erigiera en best seller, había obtenido infinidad de pequeños certámenes regionales.

Más allá de todo, los concursos seguirán siendo ejercicios de arbitrariedad necesarios tanto para el Estado como para las editoriales. Ambos se precisan: el Estado para fomentar e invertir en la cultura, y las editoriales para sostener una industria.

Y son importantes para un autor, para darse a conocer, editar y publicitar su obra. Los premios son lo que son, ni malos ni buenos, apenas un cuestionable sistema jerárquico de difusión que, sin embargo, ha permitido conocer a la mayor parte de la literatura antigua y contemporánea.

Contaba Adolfo Bioy Casares, (quien obtuvo un curioso galardón de la Policía Federal por su aporte al género policial), que en ocasión de ganar el Premio Nacional de Literatura, se encontró con Silvina Bullrich y la puso al tanto de la novedad. La autora, sin empacho, le dijo: "Bueno Adolfito, el año que viene vos sos jurado y me lo das a mí".
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