Año CXXXVIII Nº 48875
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 domingo, 18 de septiembre de 2005  
Ellas preguntan

Graciela, estoy asustada. ¿Qué hacemos con los chicos? ¿Cómo es que llevan armas a las escuelas y pueden agredirse tanto?

María

María, quiero anticiparle que no es la única en preguntárselo y sentirse humillada, atónita ante lo que pasa. Parece que junto con las hamburguesas y el fast food a nuestros niños le han importado valores foráneos. Este mundo en constante y acelerado movimiento tiene además pretensiones de globalización: que a todos nos pase lo mismo. El sólo hecho de enunciarlo así mueve a risa, porque en el intento de borrar las diferencias se endurecen con más fuerza algunas para anular otras.

Podría intentar una explicación política, social y económica y afirmar que la extrema pobreza llevada a límites impensables conlleva a esta agresión, los pobres de ahora no son los de antes, etcétera, etcétera. Pero hay algo más, lo que no anda, lo que denota el malestar en la cultura es la falta de autoridad. Los modelos que antiguamente eran aceptados para establecer el vínculo entre profesores y alumnos han caducado.

Todo esto es porque hay una dificultad del padre para posicionarse como tal en relación a su hijo y definirse a su vez él mismo como que tuvo un padre. Fue en el nazismo cuando se destituyó e imbecilizó totalmente al padre del hogar para erigirse como autoridad máxima al padre-dios de la juventud: Hitler. Este movimiento europeo marcó una época; el amor al líder fascista, aunque con características más atemperadas, fue modelo para otros países.

El grito setentista de igualdad, que en su momento fue ahogado, vuelve a hacerse oír, pero borrando diferencias y negando la disimetría entre padres e hijos.

Graciela Lemberger

Psicoanalista

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