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domingo,
21 de
agosto de
2005 |
[Nota de tapa] - El último dictado
Memorias desde el búnker de Hitler
El testimonio de una de las asistentes personales del dictador, recogido en un libro, revela como era el entorno íntimo del Fuhrer. Fue la base de un documental recién estrenado y de una película que acaba de verse en la Argentina
Jorge Levit / La Capital
-¿Führer, por qué no se casa con Eva Braun?
-Porque no sería un buen padre y sería irresponsable si comenzara una familia sin tener tiempo para dedicarle a mi esposa. De cualquier manera no quiero tener hijos. Los descendientes de los genios tienen un mal pasar porque la gente espera que sean igual que su famoso progenitor y no les perdonan si son sólo normales como el promedio. En realidad, salen imbéciles.
Este diálogo entre Adolfo Hitler y Traudl Junge, una de sus secretarias privadas, marca el punto más alto de la megalomanía del dictador alemán, para quien sus herederos nunca alcanzarían su grado de perfección.
Traudl Junge fue una bella joven que vivía en Munich y casi sin darse cuenta a los 22 años se convirtió en una de las cuatro asistentes personales del Führer. Durante dos años y medio compartiría diariamente con Hitler almuerzos o cenas en los distintos cuarteles desde donde dirigía la guerra.
Una película alemana que hace pocas semanas se estrenó en la Argentina, "La Caída", refleja esta historia, basada en las propias memorias de Traudl Junge, que fueron publicadas en el 2002 poco antes de su muerte, a las 82 años. En ese libro, "Until the final hour. Hitler's last secretary", editado con la colaboración de Mellisa Müller, se recogen los recuerdos que Junge puso en papel en 1947 cuando los tenía todavía muy frescos. Su relación con Hitler era de fascinación y como todo el entorno del líder alemán, su palabra era reconfortante y ciegamente obedecida.
Junge, que es el apellido de su marido, un oficial de las SS que conoció durante su trabajo como secretaria, tuvo una relación muy estrecha con Hitler y permaneció en el búnker de la Cancillería de Berlín hasta los últimos instantes de la guerra. Su misión era escribir a máquina discursos y cartas que Hitler le dictaba y formar parte de su círculo íntimo para "entretenerlo" y distraerlo por algunos momentos de las responsabilidades de Estado. Las cuatro secretarias privadas se turnaban para almorzar o cenar con Hitler, quien acostumbraba a tener largas sobremesas que, de noche, podían llegar hasta el amanecer.
Las conversaciones estaban, en los primeros tiempos, despojadas absolutamente de contenidos políticos o militares, porque para ello Hitler tenía reuniones diarias con sus generales. Pero con el paso de los meses y la sensación de que Alemania no podía ganar la guerra, algunos diálogos y situaciones aportan una riqueza mayúscula sobre el delirio de un jefe de Estado que llevó a Europa al peor conflicto de la historia moderna.
-¿El nacionalsocialismo podrá revivir?
-Ahora está muerto, pero quizá en cien años alguien retome estas ideas. El pueblo alemán no ha estado suficientemente maduro para ser conducido hacia donde yo intenté llevarlo.
Junge formulaba esta pregunta y Hitler respondía en medio de las bombas que la artillería rusa hacía caer sobre Berlín. Era el final, los últimos días de abril de 1945 y todas las esperanzas de resistencia estaban perdidas.
La secretaria del Führer admite en su libro que la personalidad de Hitler ejerció sobre ella un poder decisivo y que recién después de conocido el genocidio implementado por su jefe comenzó a esbozar su propia autocrítica. Cómo fue posible que esa persona amable, tierna y protectora haya sido capaz de cometer tamaña masacre. Junge justifica ahora en su juventud e inexperiencia el no haber podido abstraerse del influjo paternal de Hitler, que preservaba a su entorno más que a sus generales. A los viejos camaradas del partido les toleraba desajustes personales que no admitía en nadie. Su médico personal, por ejemplo, estaba muy excedido en peso, se dormía durante la cena y comenzaba a roncar. Otros se emborrachaban con frecuencia, organizaban orgías, y ni estaban sobrios cuando iban a visitarlo.
La secretaria revela en sus memorias las obsesiones de Hitler por la comida vegetariana, el disgusto por el cigarrillo y el calor. Su estudio y habitación siempre estaban mantenidos a 11 grados y hasta los generales se quejaban -por supuesto no en su presencia- que tenían frío cuando se reunían con él.
Para mantener su dieta, Hitler hizo traer de Viena a Marlene von Exner, una nutricionista universitaria. Después de unos meses de trabajo, las SS le informaron que había dudas sobre el origen racial de la abuela de la joven, que podría -no pudo ser confirmado- tener sangre judía. Hitler en persona le informó a su dietista que él mismo no podía violar las leyes del Reich en su propio provecho y que no tenía más remedio que despedirla, pero que le pagaría el sueldo durante los próximos seis meses.
Uno de sus asistentes, despechado porque sus avances amorosos fueron rechazados por la dietista, encomendó de inmediato la "arianización" de esa familia vienesa. Al tiempo, Junge recibe una carta de Marlene donde le cuenta los pesares de la familia: el padre había sido despedido de su trabajo, su hermano de la universidad y estaban en la miseria. Cuando Junge le revela a Hitler el contenido de la carta, llamó a los gritos a su asistente para pedirle explicaciones y así se revirtió la debacle de los Von Exner.
Una palabra o grito de Hitler eran suficientes para intervenir hasta en casos particulares de la vida cotidiana de la gente. Millones de personas dependían de su humor y locura.
-Mi Führer, he visto en Amsterdam la deportación de judíos en los trenes. Pobre gente, ¿qué ha hecho? ¿Cómo usted lo permite? El comentario partió de la mujer de uno de los oficiales que habían sido invitados a cenar en la residencia de Berghof, un complejo sobre las montañas. Hitler no dijo una palabra, se levantó de la mesa, saludó a todos y se retiró. El incidente nunca volvería a repetirse. Los invitados, tampoco.
el atentado
El 20 de julio de 1944, en los cuarteles generales del este de Prusia, Hitler salvó milagrosamente su vida tras la bomba que el coronel Claus von Stauffenberg había colocado debajo de la mesa donde se debatía la marcha de la guerra.
"Es una señal de la Providencia. Ahora más que nunca sé que mi misión es conducir al pueblo alemán hacia su destino de grandeza", dijo Hitler, quien resultó sólo con leves heridas en uno de sus brazos tras el fallido atentado que, de haber tenido éxito, hubiera ahorrado a la humanidad la muerte de miles y miles de vidas.
Pero la depresión lo dejó en cama durante varios días después del intento de asesinato. ¡Sus propios oficiales! lo habían traicionado. Fue como si la bomba le hubiera explotado dos veces. Su séquito ahora lo acompañaba en su propia habitación, lo mismo que su perro, por quien tenía adoración.
"La vida de millones de personas dependía de este hombre que tenía una mirada hacia la nada y una mano temblorosa que quería ocultar". Así pensaba Junge a mediados de 1944. Pero todavía quedaban meses interminables hasta el fin.
En la Navidad de ese año Junge tuvo permiso para visitar a su madre en Munich y vio su casa en ruinas por los bombardeos aliados.
"Führer, la gente está destrozada, llora frente a los escombros de sus casas y no tiene qué comer", se animó a decirle Junge a Hitler a su vuelta al búnker.
"Ya tenemos nuevos aviones y todo terminará en pocas semanas. Estos miserables se arrepentirán de bombardear el Reich", fue la respuesta.
Sin embargo, había estallado en ira cuando le informaron que de los seis aviones que la Luftwaffe había dispuesto para contrarrestar el ataque aéreo aliado, dos no pudieron despegar, otros dos tuvieron que regresar por fallas en los motores, otro fue derribado y el restante regresó porque solo no podía hacer nada.
Hitler despreciaba a los italianos, los consideraba vagos e irresponsables, sobre todo después de la caída de Mussolini. "Con aliados como estos es difícil luchar", se le escuchó decir. Su gran temor era tener un final semejante al Duce: colgado de las piernas, junto a su amante, en una plaza de Milán.
confesiones
"Es imposible ganar una guerra con estos generales", se quejaba ante su secretaria después de discutir con ellos la estrategia militar. Hitler no toleraba que lo contradijeran, salvo muy escasas excepciones. Una de ellas era el arquitecto Albert Speer, encargado por Hitler para rediseñar Berlín y luego nombrado ministro de Armamentos. "Speer me dice: «esto se puede hacer y esto no», y siempre explica sus motivos", contaba un Hitler deslumbrado por la inteligencia y el conocimiento de su colaborador.
Traudl Junge tuvo una difícil vida afectiva. Estuvo casada poco más de un año porque su marido, un oficial de las SS, cayó en Normandía en agosto de 1944. Nunca más volvería a casarse, pese a que en 1955 se había comprometido con un alemán que había emigrado a Estados Unidos. Rompió el compromiso y mantuvo una relación amorosa durante más de trece años con un editor de un publicación de Munich donde ella trabajaba. Tampoco tuvo hijos, pero sí muchos amigos que no le hicieron demasiadas preguntas sobre la guerra y a quienes ella dedica sus memorias. Su madre y su padre murieron en la década del 60 y su única hermana había emigrado a Australia, a donde a ella le habían negado la visa de residente permanente por su pasado.
Durante décadas, historiadores y profesores se acercaron a Junge para conocer un poco más de cerca la personalidad del dictador que prometió el Reich de los mil años. Recién en el 2002 la convencieron de prestarse a una entrevista filmada, que luego se transformó en una película, y a publicar sus vivencias junto a Hitler. Ya había cumplido con su obligación y por eso, tal vez, era hora de dejar este mundo.
"Debemos escuchar la voz de nuestra conciencia. No hace falta tanto coraje como uno podría pensar para admitir nuestros errores y aprender de ellos. El ser humano está en este mundo para aprender y para cambiar a través del aprendizaje". Así Traudl Junge termina el prólogo de su libro, y también su vida.
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El marido de Traudl era un oficial de las SS y pertenecía al entorno personal de Hitler.
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